lunes, 15 de septiembre de 2008

La pasión de la ciguapa



Ahora bien, tengo que decir la verdad y la verdad es que me sentí emocionado, a mí la presencia de esa ciguapa, si bien no me había provocado un ardor tan visible, si lo había creado invisible; yo estaba abrasado por el mismo fuego y dentro de mi empezaron a luchar sentimientos y pensamientos. De un lado, una pasión volcánica y del otro, la comprensión de que Aurelia no era una mujer corriente, sino una ciguapa.

Pero, me sentía culpable y algo dentro de mí clamaba, algo que no era la piedad a secas.

Pedí permiso a Domitila para seguirla y cuando me lo concedió, me quité las sandalias y con todo y calzón me arrojé al río.

Fácil me fue seguir su rastro, los arbustos chamuscados lo señalaban y la encontré casi desmayada, mirando lejos, ausente del mundo, asesando, a la sombra de unos árboles.

El esfuerzo la había agotado, sin embargo, cerca de ella se sentía la emanación de un calor como de fiebre.

Aurelia, la bella ciguapa, lloraba.

No se había dado cuenta de que estaba tras ella y yo contemplaba extasiado la deformidad armoniosa de sus miembros, sus piernas sobrecortas, sus bellos pies volteados, su cabellera lacia y como estaba casi de perfil, miraba su rostro de mulata, su nariz respingada ligeramente, sus labios carnosos, su tez mate, tersa y fina y sus cejas arqueadas. Todo lo demás quedaba cubierto por la profusa cabellera.

Respirando angustias, deseos y amor, le dije:

Aurelia, Flor de Soledades, Ciguapa mía, culminación cálida de la belleza, estoy abrasado de fuego también por ti y la pasión me consume.

Entonces, sus mejillas se encendieron, la sonrisa asomó a sus labios y mirándome estremecida me dijo:

No te burles de mí. Ningún hombre debe burlarse de provocar ardores.

Salvaje y solitaria soy, pero hija de hombre soy, aunque me veas ciguapa.

Había pecado grandemente, porque al verte, hombre desconocido, algo reventó dentro de mí y me abrasó el alma.

Tengo vergüenza de haber experimentado esa pasión, y si huí fue para que no me vieses más.

Tenía la esperanza de que así sucediera, aunque sí así ocurría, yo hubiera muerto hoy mismo de tristeza, anhelando tu presencia. Por eso te lo ruego, no te burles de mí, que mi pasión es mortal.

Ya ves. Te he seguido. Domitila me lo ha concedido. Aurelia, soy Plinio Aldebarán, ese es mi nombre y; nunca he mentido en mi vida. Sólo sé decir la verdad, así me enseñaron desde niño. Soy hijo de Malotea y estoy sintiendo esa misma pasión mortal por ti. Ya no podría vivir sin verte a todas horas, sin saberte y sentirte mía. No me importa Flor de Soledades, que seas ciguapa, no amaré a nadie más, y si me lo pidieras, renunciaría a todo y me quedaría entre estos montes, viviendo como ustedes desnudo y libre.

Entonces, la vida volvió a su rostro, resplandecieron sus ojos: una mujer enamorada es la delicia más grata para el hombre que la ama. Me dijo:

No eres tú, sino yo, quien tiene que renunciar a todo. Renuncio a la virginidad, renuncio a la paz de las montañas, renuncio a mi libertad y me entrego a ti, Plinio, porque lo anhelo, porque si no, moriría de pesar; cuando una ciguapa se enamora está perdida irremisiblemente para siempre. En contra de todas las leyes, soy tuya, te me entrego, tómame Plinio.

Separó su cabellera, que cubría el núbil seno erecto, que tapaba el hondo ombligo, y el extasiante vientre y alargando los brazos velludos, me recibió en ellos y juntos penetramos en los tenebrosos caminos de la miel.

Mientras mi hermano disfrutaba como ha narrado, las carnes frutales de Aurelia, Domitila y las otras ciguapas se aprestaban a tomar las ofrendas; pero algo las detenía y frenaba en su avance. Las ciguapas se habían quedado paralizadas, en mitad del río, en la playa, en la barranca, y de pronto, sin que hubiese ni una nubecilla en el cielo claro, empezó a caer una llovizna y como si se les hubiese dado una señal a las ciguapas, empezaron a danzar una extraña y armoniosa danza sin música audible, tal vez al ritmo del susurro del viento o el piar de las ciguas palmeras que volaban en grandes bandadas y chillaban muy alto, o el ritmo del río, pero el caso es que todas danzaban en el lugar donde estaban y Domitila, pese a su edad y compostura, daba ágiles pasos y dirigía la coreografía.

Entonces observamos algo extraño, el río no fluía aguas abajo, sino que se mantenía sin correr, como si fuese un lago y luego, en medio del canto de las ciguas y las danzas, vimos formarse un arcoíris que venía naciendo del mismo lugar donde estaban Aurelia y Plinio, como si fuese un reflejo ardiente de ellos, y entonces, con esta señal prodigiosa, Domitila levantó los brazos y jupeó extasiada y todas cayeron al suelo o al río y se mantuvieron quietas, en silencio y hasta el piar de las ciguas cesó y quedaron machos y hembras esperando, esperando, hasta que se oyó retumbando entre las montañas un grito, un grito hermoso, casi un trino; era el grito de una mujer que entregaba su virginidad y se liberaba.

FRAGMENTO DE GOEÍZA, (novela ganadora del Premio Siboney). MANUEL MORA SERRANO.

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