domingo, 29 de abril de 2018

VIRGINIA DE PEÑA DE BORDAS EN LA LEYENDA INDIGENISTA Y LA NOVELA


Dr. Fabio Mota

Virginia de Peña de Bordas a la vez que revela férvida afición a la literatura en sus cuentos y novelas, rinde fervoroso culto al sentimiento de lo bueno y de lo bello que dio sentido y lustre a la proceridad de su abolengo; culto que mueve al recuerdo de aquellos rasgos con que Don Manuel de Jesús de Peña y Reynoso entró preclaro en la historia de la cultura dominicana.
Los títulos que acreditaron al abuelo como maestro, literato, periodista y político, valen para mí, ahora, por lo que han de tener de trascendente en la pasión creadora, el ingenio y el sentimiento patrio de la nieta.
Don Manuel de Jesús de Peña y Reynoso fue de los patricios que en las angustias del ostracismo, suerte de ascesis de los predestinados a luchar por nobles ideales, hallaron la mística sublime que les dio temblé en los debates de la vida pública para hacer patria e iluminar conciencias con la doctrina y el ejemplo.
Esas son las valiosas prendas del abolengo que la nieta alumbra alumbrándose con la luminiscencia de su fabulación indigenista en el entronque de la tradición que es leyenda mítica en La Ciguapa de Javier Angulo Guridi e historia novelada en Enriquillo de Manuel de Jesús Galván, en el héroe de Tamayo, niño de trece años en La Eracra de Oro, escucha el clamor de redención de los caciques muertos y más tarde, en la novela de Galván, encarnación, hasta lo horrendo, de todo lo que hay de trágico en la memorable epopeya del Bahoruco.
El muchacho sin miedo de La Eracra de Oro, que al correr del tiempo vino a ser el escudero de Francisco Roldán, el primer líder de la insurrección en América contra el poder legalmente constituido, Alcalde Mayor de la Maguana, en tiempos de la epopeya en que descollaron homéridas, Guarocuya, magnánimo, abnegado, valiente y heroico: y Tamayo, siempre adusto, rudo, osado fogoso y terrible, instruido para vengar los oprobios que sufrió su raza por las ciguapas, especie de ninfas de la fábula en La Eracra de Oro de Virginia de Peña de Bordas; quien además de esta, ha escrito Toeya, novela de asunto indigenista. La Princesa de los Cabellos Platinados, cuento miliunaochesco, y Atardecer en la Montaña, El Fulgor de una Estrella, Sombra de Pasión, Magia de Primavera, La Hora del Destino, entre otras novelas cortas de ambiente y costumbres de la alta vida social. Todas valiosas, tanto por el ingenio de la trama como por la sencillez, pulcritud y diafanidad de sus ideas; pero somos de parecer que ninguna de estas novelas superar en originalidad ni en riqueza de imágenes, ni en tanto contenido instructivo como sus novelas y sus cuentos de asunto indigenista.
Sus recursos para sugerir supersticiones, leyendas y tradiciones mediante el poder demiúrgico de los cemíes, alcanzan validez estética en la amable reminiscencia de nuestra paganía precolombina, que aunque fabulosa, nos da ideas de aquel peculiar modo de ser la autóctona raza taína de Quisqueya.
Con los recursos que ella utiliza en sus cuentos nos promueve a la dilectación con que nos arroban los cuentos; con que adultos, nos interesan las fábulas de la mitología grecorromana y nos suspenden absortos en la contemplación de los inescrutables misterios del mundo y de la vida.
No sé si son más de alabar sus novelas cortas de costumbre, estilo y ambiente de la alta vida social contemporánea, porque el cultivo de ambos géneros le granjea títulos meritorios en la literatura dominicana. Pero sus trabajos de tema indigenista tienen acento de originalidad en la tradición legendaria que ella ejercita para promver el sentimiento de patria y despertar en el hondón del subconciente de los dominicanos la emoción de las proezas cívicas que inspiraron el Enriquillo de Manuel de Jesús Galván, la Anacaona de Salomé Ureña y las Fantasías Indígenas de José Joaquín Pérez.
El Tamayo niño, de La Eracra de Oro es el mismo Tamayo adulto del “Enriquillo” que estimula y exalta el sentimiento de emancipación en Guarocuya cuando le dijo sentencioso: “¡Al fin te acuerdas de tu raza y te resuelves a salir del poder de Valenzuela!”
La Toeya lánguida, hija del cacique Cayacoa, del poema de José Joaquín Pérez, es ahora la Toeya de Virginia de Peña de Bordas, hija de Urupanex, de la estirpe heroica de Maniocatex, el bravío arconauta del Golfo de las Flechas, símbolo de la raza heroica de los ciguayos, frente a otro símbolo de la tradición nobiliaria de la Casa de Alba encarnada en un hijodalgo español, embrujado por los encantos y el rigor del recato de Toeya.
No amenguan el valor de su novela y sus cuentos indigenistas estos entroncamientos con personajes de la vieja literatura indigenista que abrillantaron Galván y José Joaquín Pérez; en la apologética de su leyenda, el primero; en sus cantos, el segundo, para estimular el patriotismo y fomentar el civismo.
Este singular privilegio del uso irrestricto de la tradición determinó a Don Ramón Menéndez y Pidal a declarar: “Muy honda originalidad cabe en repetir un cuento tradicional; unas veces, originalidad anónima en refundirlo estructuralmente para aplicarlo a nuevas ideas o gustos colectivos; otras veces, originalidad personal tanto trabajando sobre la estructura como sobre el estilo expositivo” (Antología de Cuentos. Selección de Gonzalo Menéndez Pidal y Elisa Bernis).
En Ofrenda Póstuma, dice doña Flérida García Henríquez de Nolasco: “Después de Fantasías Indígenas y de Enriquillo, el indigenismo no se agotó en la literatura dominicana. Siguió viviendo y no se extingue todavía. Tras reiterados ensayos de retorno al tema, he aquí que en la presente novela surge de nuevo, fresco, con un encanto apacible de poema lírico, con traslúcido aliento de salud espiritual… Toeya vivirá como una joya de nuestra literatura”.
Pero la reivindicación de la proceridad de aquella humanidad que alcanza ahora vigencia, está en la unción de amor a las cosas de nuestros antepasados precolombinos que Virginia ha puesto en su novela Toeya y en su cuento La Eracra de Oro, narrando fábulas, enseñando historia y deleitando hasta promover el temblor del alma con sus fantásticas evocaciones. A ese inefable arrobamiento alude el notable escritor y cuentista Don Sócrates Nolasco cuando movido de patética delectación exclama: “La indigenista Virginia de Peña de Bordas, autora de la novela Toeya y de cuentos y novelas cortas… se distinguió sobre todo en el Cuento para Niños, rama de la literatura que ningún dominicano ha sabido explotar como ella. Con esa fisonomía encantará a los niños, pero ningún adulto de elevación moral terminará de leer La Eracra de Oro sin internos sacudimientos, hijos de la emoción estética”; y agrega complacido: “Flor de indigenismo es La Eracra de Oro. Sumada como ilustración al lugar que hoy lleva el nombre de Tamayo, que tributo debido es la resurrección; la resurrección que perpetúa a una gran figura defensora en América del derecho de ser libre.”
La Eracra de Oro, como Toeya, enseña deleitando nociones de antropología, recordando vocablos con sus acotaciones sobre nombres de cosas, flores, árboles, animales terrestres, aves, costumbres, creencias y ritos que, con la mitología indígena, son recursos estéticos conque la cuentista da sentido al simbolismo de las tres ciguapas: La Indolencia, la Oscuridad, y la Superstición que le inculcan a Tamayo el amor de la patria, el sentimiento de la libertad y el temple viril para la acción heroica con que se distingue en la rebelión del Bahoruco.
La Eracra, panteón milenario de los caciques, rico en cemíes y ornamentos de oro; del oro, estímulo de la codicia de los conquistadores, guarda las cenizas de los tres Behiques: el que introdujo el cultivo en los campos, enseñó a fabricar el cazabe y fundó el culto de los dioses; el que enseñó el arte de curar y el uso del algodón y el behique de las danzas, inventor de la música de los areitos heroicos, de las maracas y el bao.
Sin duda, el simbolismo de las tres pruebas con que las ciguapas templaron el ánimo de Tamayo, avaloran la ingeniosa originalidad con que Virginia conforma la contextura heroica del futuro adalid, brazo potente de Enriquillo en la empresa memorable del Bahoruco.
Cuando medito el simbolismo de La Eracra de Oro, en que las ideas aunque fabulosas, se afincan como tradición afable en las imágenes de seres reales que ella cita hasta con sus nombres latinos como el del sinsonte, en que se transmutó Morocael nuestro ruiseñor, el mimus poliglutus, de la ciencia; el búcaro, oedinemus dominicensis; la higuaca o cotorra, chrysotis vittatus; el alelí, plumería obtusa; el urticante guas o guao, rhus metopuim; la yayama, bromelia ananas, que no es sino nuestra sabrosa piña. Sólo eso, para citar algo de cuanto nos enseña deleitándonos, y porque valorizan el embeleso fabuloso de su arte y dan sentido a lo de apólogas que se puede estimar como tradición en Toeya y en La Eracra de Oro. Pero la máxima esencia de este cuento está en la respuesta que da Tamayo a las voces de ultratumba de los caciques que, tremebundas, estremecen los cimientos del templo, echan por tierra los ídolos, le dicen: ¡Ennoblece la senda que hemos trillado! ¡Labra la tierra!, a lo que responde: ¿Todo cuanto pedimos es la libertad! ¡Vivir nuestra existencia de antaño, libre de sujeción y de tributos!”
En la trama de La Princesa de Cabellos Platinados, hay una princesa heredera del trono del rey Ziar, del país de Ofir, una “Hada de la Noche Negra” y un “Hada del Día Luminoso”; hay castillos almenados, torres, cúpulas, toros alados a la puerta del palacio de la “Hada de la Noche Negra” en el País de lo Imposible, palacio en que todo es negro, deslumbrante sin lámparas visibles, pasillos pavimentados de ónix flanqueados de estatuas talladas en diamantes, un tramo de ébano custodiado por fieros dragones embrujados, premoniciones a través de una esfera de obsidiana en que se refleja el acontecer del mundo.
Esa es la visión miliunanochesca de La Princesa de Cabellos Platinados, cuento novedoso en la literatura dominicana, blasón de la virtud creadora de su autora no obstante el contraste de los recursos imaginativos, porque la Princesa no es de la estirpe de las que protagonizan los cuentos orientales que ella fantasea y sonambuliza en el delirio de su sueño erótico.
La Princesa Leida es inglesa, aunque heredera del trono de Ofir; también lo es el Príncipe Gabriel, encantado en el ciervo blanco de cuernos plateados, así como el intenso exotismo de la escena de la cacería con que comienza la fábula. Es esa escena una estampa de típicas costumbres inglesas en que se destacan la prestancia de los caballeros, las casacas rojas de los palafreneros, la carroza real acolchada con ricos brocados y hasta parece escucharse el ladrido de los perros y el resonante trepidar de los caballos en el silencio de la fronda.

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