jueves, 25 de agosto de 2022

Romance de la Bestia y de la Diosa por Joaquín R. Priego en el libro CULTURA TAÍNA

Escultura de Joaquín R. Priego


HISTORIA y MITO

La primavera del año 1494, se había manifestado en la región cibaeña cual erupción violenta de colores y perfumes, denunciadores de la rica cornucopia del reino vegetal.

La eclosionar vendimia era protesta altiva de la naturaleza y de la tierra más fértil del mundo, el Cibao, ante la osadía de los orijuanas al violar la virginidad de la selva taína, estableciendo en el corazón de Quisqueya puntos de avanzadas como el fuerte Santo Tomás de Jánico en los cerros de Xánique.

Sobre la torre de horcones del fuerte, oteaba por las tardes el capitán Alonso de Ojeda, el pequeño pelirrojo de gigante corazón, atisbando lo inminente; el arribo de las hordas nativas asomando airadas por encimas de las crestas de las serranías, y allá a lo lejos, en las llanuras de Maguana, el bohío autóctono sonaba bi-rítmico lanzando a los vientos el llamado a las armas.

La noche llegaba en el escenario de Maguana: el batey del inmenso yucataque fué invadido de gente, gestando con exclamaciones bélicas la contienda por la libertad. Cuatro grandes hogueras iluminaban la noche tétrica de las terribles invocaciones a los cemíes de la guerra, Taragobaol y Buyaibá. Sobre el camellón central del batey se yergue el Cacique Caonabo, rey de reyes de la isla de Quisqueya; y seguro de su sino, después del aquelarre, hace tronar su voz de arenga y su formidable clamor de venganza impone su carácter de cíclope sobre la voluntad de la reina Anacaona, su esposa, admirada por toda su raza, por su belleza, cultura y virtudes.

Su persuasión de mujer inteligente y pacifista no pudo ponerle valladar a los impulsos ancestrales de bestialidad caribe de su iracundo consorte. Y bajo protesta de la reina, opuesta a decidir los problemas con los españoles por medio de la guerra, subestimando la desigual contienda, se incorpora el colosal Cacique oriundo de Tureyquerí, y la bélica columna primitiva marcha, los taínos lugartenientes Uxmatex y Mayrení comparten la responsabilidad de la moviente marejada. Miles de cuerpos semidesnudos, unos con teas y otros con pesadas macanas de guayacán se internan en la urdimbre misteriosa de la selva, trazando en la distancia la fosforescencia de una serpiente que se arrastra y desenrosca entre los recios troncos de la virginal Cordillera Central.

Atrás quedó Maguana; su inmenso caserío sin hombres. La reina Anacaona, apesadumbrada en su caney, rodeada de su corte real, y también de celos... En la región cibaeña hay una esbelta princesa india, cuya hermosura ha tiempo tiene trizado el corazón del gran Cacique. Y no sabemos ahora dilucidar si la oposición de Anacaona a que su esposo marchara al norte era precisamente oponiéndose a la guerra o a la posibilidad de que la admiración de la princesa hacia su esposo llegara a un romance que pusiera en peligro su amor y su reino.

No, indudablemente que el gran guerrero no pensó en la princesa Onaney cuando desató sus marciales arengas y puso en marcha de bélicas orgías la abigarrada muchedumbre india. Indudablemente que no pensó en aquella beldad ciguaya, cuya figura esbelta y fina pudo ser digna de clásicos mármoles o de académicos moldes florentinos.

Es posible también que la reina Anacaona sintiera motivados celos, no obstante su personalidad augusta y afamada hermosura; puesto que ella misma había reconocido los extraordinarios encantos de Onaney. El Padre Las Casas citó en sus memorias que Anacaona decía de Onaney que era la flor mas radiante de todo el Norte de la isla.

Era ella nativa de Xamaná; ágil, altiva, ligera; imaginémosla peinada al estilo ciguayo, con cabellera estirada y cogida sobre la nuca con lazos de silvestres zarcillos, y la melena azabachina flotando al viento, corriendo sobre los mármoles xamanenses, con arco y flechas en sus manos, siluetada por el sol de las auroras como la divina aparición de la Diana Cazadora saltando sobre los mármoles de la Grecia.

Imaginémosla así; cazando papagayos para llenar de plumas policromadas su nagua de algodón tejido y su cabeza de lamido pelo.

Las huestes primitivas marchan, cantando areytos heroicos loando las hazañas de su Hombre de Oro. Historean sus triunfos de un año hacia, cuando asaltaron el fuerte La Navidad, arrasándolo a fuego y sangre. Al recordar aquellos triunfos, con intermitentes exclamaciones de alabanzas, encendíase de marciales arrebatos la cólera del ultraje a la raza aborigen.

Al caer el Sol al día siguiente, la columna humana se interpone al paso continuo del  caudaloso río Bao; en su rico venero sacian la sed y mitigan el cansancio. Cruzan el río para acercarse más al fortín donde el ejército hispano con armas de fuego acecha temeroso, ya que todo lo extraña, desde el Sol que calcina hasta la onomatopeya de la selva y la montaña.

El gran Caonabo ordena acampar a poca distancia del fortín que se recorta en la noche lunar; y corren a sumárseles las tropas desbandada de las derrotas infligidas a los caciques Maniatibel y Guatiguaná.

Altivos están todos para la carga por la madrugada, queriendo repetir el triunfo de La Navi pero se frustran en su estrategia, el fortín está aislado por ancho y profundo foso lleno de agua por un canal del río Jánico, quedando resguardaos los 400 soldados de España con abundancia de municiones de boca y de guerra para resistir largo aislamiento.

La voz anunciadora de la llegada del ejército de 10,000 indios con Caonabo a la cabeza, corrió como un eco sobre campiñas y montañas de la isla; y al saberlo Onaney, siente en su cuerpo el estremecimiento de las pasiones amorosas en crescendos, por la admiración que le produce el formidable gladiador selvático de su broncínea raza.

y despertando todas las morbideces de su carnal escultura, se atavía con la galanura que natura brinda, prendiendo una flor de pitajaya en el atado de su pelo, rivalizando su incendio con el fuego de su boca.

Más hermosa que nunca lucía Onaney, su belleza eclipsó los atractivos de reinas, tales como Serna, esposa de Cayacoa, de Ainaicua, consorte de Guacanagarí, y de Berna, la favorita de Guarionex, escogidas por sus reyes entre las inmensas tribus taínas por las exquisiteces de sus encantos.

Y así, con el regio atavío de princesa ciguaya, seguida de cuatro doncellas que en todo la asisten; sale el cortejo de vírgenes al encuentro del formidable Cacique vencedor de los ejércitos de hierro, a quien había rendido su admiración e íntimas pasiones, desde que le conoció un año hacía, cuando recorrió el Cibao vencedor de La Navidad.

¿La esperaba el Cacique? ¿La presentía o soñaba con ella? En vela estaba la noche en que el viento y el trueno rezongaban en la selva, amenazando el dios Huricán, en protesta de que la

sirena de la gran bahía de Xamaná, la princesa mimada de los ciguayos corría en pos del amor del formidable Cacique truculento y audaz venido de lejanos pueblos.

Y los cemíes en protesta violentaron la selva; los vientos enfurecidos se oponían a que la ninfa de la floresta dejara de ser virgen en las ansias del bestial Cacique iracundo, en quien los suyos veían \lb Hombre de Oro. así le llamaban a Caonabo.

Onaney huye, huye ahora espantada del desenfreno de los dioses, llega al fin al campamento de los indios, y en un bohío que tiene una lumbre penetra despavorida de un rayo que estalla próximo a ella, cayendo exánime en los fornidos brazos del rey de Maguana.

Y ratos después, en que la lumbre parecía extinguirse, Caonabo susurra:

—Onaney, Onaney, despierta—, el viento amaina, y el rayo y tu amor me purifican. Eres la divina majestad de Atabeira, santifícame con su pía misericordia. No quiero ser malo ya, no quiero la guerra ... —y rezonga luego—: pero mi raza y mi pueblo me confían su libertad.

Las manos de la ninfa pasan suaves sobre el pecho musculoso y los hombros nervudos de la fiera que se amansa. Y la virgen dice: Los dioses propician nuestro connubio, mi destino será sublimizar tu espíritu, serás pacifista y no guerrero, usarás las armas del amor y del bien, con ellas allanarás montañas y convertirás las espinas en flores.

Así será si la luz de sus ojos no me falte, y la oración de tu palabra no se ausente de mis oídos.

Treinta días duró el paraíso terreno de la jurada unión de la bestia y de la Virgen. Treinta días de tormento para la guarnición española del fuerte de Santo Tomás de Jánico, donde el capitán Ojeda veía extinguirse las vituallas, obligado entonces a tener que romper el circo que le habían tendido los amenazadores indios.

Treinta días habían sido suficiente tiempo para la humanización del indomable Cacique. Ya había resuelto hacer la guerra, pero la guerra pacifista por el camino del bien y la concordia. Y alzó el campamento, encaminó de nuevo la muchedumbre, ahora hacia La Isabela, a confraternizar con Guamiquina, o sea, a parlamentar con el Almirante Cristóbal Colón.

Ojeda se alarma y se impacienta, sabiendo que La Isabela es ciudad abierta, que sus hombres están sufriendo de paludismo, que el Almirante está en nuevos descubrimientos; consciente está de que no puede permitir que llegue a La Isabela esa marejada de hombres ofendidos, como consciente está también de que no podrá hacerle frente a tanta gente de secretas intenciones. No se atreve a sacar su ejército para atacar, vacila y resuelve jugarse la vida, acostumbrado a ello estaba, y sale a caballo seguido de nueve jinetes más, le da alcance a la columna humana, se presenta en son de paz, y entra en relaciones con el gran Cacique.

Lo vió manso, lo vió humilde, y no supo Ojeda definir si era perfidia o eran temores. Y ante tal incertidumbre concibe la infamia de traicionarlo; y entonces, a la hora nona del día nono del mes de mayo del año conocido. llegados a las orillas del rio Yaque, descansando en la fronda de la rivera la real litera de Onaney, cuajada de girasoles, atencionada en sus ajuares por sus tímidas doncellas; se perpetra la infamia y la traición malévola.

Al salir del baño, bajo la más franca camaradería, el capitán brinda unas esposas de bruñido metal al Cacique, y éste, virtuoso ya, incapaz de creer que era perfidia de fementida la amistad del vivaz orijuna, se las deja poner mansamente en los brazos ante la vista de los suyos y subido en el brioso corcel del capitán, salen volando los diez jinetes hacia La Isabela con el Cacique amarrado en la grupa del caballo delantero.

Todo fue consumado en un relampagueo, los indios quedaron en el desorden más absoluto, parecía que su dios Saboya se había impuesto sobre ellos.

La princesa se culpaba de toda la desgracia, y se encamina en la selva seguida de sus doncellas. Camina y camina hasta enloquecer; camina hacia su original destino; camina repitiendo con vehemencia: ¡Es mía la culpa! ¡Es mía la culpa! Después sabe que su consorte ha sido enviado lejos y se perdió en el mar; y resuelve cumplir el rito de su estirpe, el de seguir los pasos de su marido en el viaje final; como lo hizo Guanatabanequena,  enterrándose viva con su esposo el rey Bohechío en la más augusta prueba de amor puro y eterno.

Se internó en las cuevas y grutas de la bahía de Xamaná, donde nadie la volviera a ver, enclaustrada con sus doncellas, lejos del mundo, sus moradas fueron las cavernas de Caño Hondo, Boca del Infierno, los Haitises, la cueva del Templo, de donde salía a bañarse y a caminar por las playas en los atardeceres, añorando el regreso del Cacique, perdido en el fondo del Océano. Pero no volvió nunca, nunca; y para siempre quedó en el ambiente la plegaria de Onaney, pidiéndole al dios de las aguas devolverle su hombre y su rey.

Y para siempre quedaron las huellas en las arenas, huellas sin retorno, porque para esquivar la curiosidad de los blancos orijunas, solían volverse a sus escondites caminando de espaldas; y aquella romántica historia terminó en leyenda o episodio Legendario: decían que habitaban mujeres de largas cabelleras y de pies invertidos. Aun nuestros padres cuentan a sus hijos el misterio de aquellas mujeres que suelen ser vistas y que viven debajo de las aguas, las cuales llamamos ciguapas, siendo esta palabra corruptela de ciguayas, y cuando se acuerda el coloso mar de la tragedia que las hombres infligieron a sus ninfas ciguayas, se violenta y brama, retumba en las cuevas y grutas en un empeño insaciado por borrar las huellas invertidas de los pies de las ninfas ciguayas, y para siempre duermen en el fondo de la bahía guardadas por el mar con codicia avara, celoso de sus encantos, lejos de los hombres, mecidas por las ondas del mar en noches lunares, mimadas por el misterioso y dorado paraíso del mito.

Romance de la Bestia y de la Diosa por Joaquín R. Priego en el libro CULTURA TAÍNA 

martes, 2 de agosto de 2022

La mujer del Gato Caifás

Cuento de Pedro Peix, incluido en el libro «El fantasma de la calle El Conde», 1988

Pedro Peix (1952-2015)

Una noche, una mujer que arrastraba pesadamente los ruedos de su vestido negro, entró al burdel del Gato Caifás, preguntando por un tal Férguson. Le dijeron que entrara en lo que se averiguaba. La llevaron bien adentro, al sótano donde el Gato Caifás depilaba de un sólo zarpazo a las primerizas y a las recién llegadas. Para contemplar sus artificios, la puso a caminar sobre una estrecha línea de tiza, y al darse cuenta de que cojeaba, mandó a desnudarla. La mujer se desvistió sola, desprendiéndose con furia sus grandes zapatos ortopédicos. Su cabeza casi llegaba al techo, y su cuerpo gigantesco parecía torneado con relieves de flagrante belleza. Al verla, el Gato Caifás dio instrucciones para que la subieran entre flores y lisonjas a una amplia habitación. Pasó toda la noche acompañado del pianista del burdel, declamándole los versos del Rey Salomón, pero ella lo desdeñó, abofeteándolo con una mano inmensa que lo hizo rodar contra la pared.

Al día siguiente, el Gato Caifás se apareció con su invariable bata negra de terciopelo y su habitual boquilla de marfil humeante entre los labios. Guardando la distancia, le tendió un estuche abierto con un brazalete de diamantes sin nombre, que ella en el acto rechazó, tirándolo al piso con violencia. Despechado, le ordenó a sus guardaespaldas que la estupraran en su presencia. Entre todos la tendieron a empellones y la embistieron brusca y tenazmente. Ya bien entrada la noche se dieron por vencidos: «Jefe, esa mujer tiene un rompeolas entre las piernas». El Gato Caifás gruñó y avanzó hacia ella sin sacarse las manos de los bolsillos de la bata. Arqueando el lomo, la olfateó con precaución y luego, enhestando sus bigotes, runruneó varias veces balbuceando algunas frases eróticas en francés medieval: «No es fauna de mi manigua», dijo en voz alta y se fue, taconeando sus botines de charol, pensando en sus adentros que en las oscuras vetas del amor, la degradación y el desprecio son las cartas de triunfo para conquistar de por vida cualquier sentimiento. sin más preámbulo dispuso que enrejaran las ventanas, que le pusieran a la mujer un sedal de hierro al cuello y que la encadenaran a dos argollas empotradas a la pared. Luego desperdigó hojas secas por la habitación, y propaló la noticia por todo el pueblo de que en su burdel había una hembra de feria.

La expuso de pie y de frente al público, completamente desnuda, con los cabellos sueltos: sólo los lunes por la noche la exhibía de espalda par que los hombres le vieran sus caderas trepidantes, estremecidas por la ira y alzadas en la penumbra como cordilleras inabarcables. Precisamente los lunes por la noche la habitación se volvía sofocante ante el ir y venir de los clientes. Muchos exigían que la pusieran en subasta, otros llegaban con sus parientes para proponerle matrimonio y algunos habían abandonado a sus esposas y a sus hijos para mudarse en el burdel. Los alaridos feroces que lanzaba la mujer y los restallazos de cadenas con que sacudía las paredes de la habitación, más que asustarlos, enardecía a los espectadores, sentados ahora en varias poltronas que había acomodado el Gato Caifás a cinco metros de su rugiente desnudez.

Una vez a la semana, las prostitutas bañaban a la mujer arrojándole grandes baldes de agua al cuerpo y al rostro como si fuese realmente un animal de feria. Condolidas de su cautiverio, la convencieron para limarle las punzantes uñas y para peinarla rizándole los cabellos en ambias cascadas negras que le llegaban hasta la cintura, incluso la persuadieron para rasurarle la hermosura agreste de sus piernas y de sus muslos. Apiadadas, le cauterizaron las llagas del cuello y de las muñecas, y trepadas en butacas la perfumaron rociándole fragancias de tocador. Algunas, seducidas por las protuberancias y las frondas de su jugosa carnalidad, fingían consolarla para palparle con lentitud la pradera de sus senos. Eran ellas las que custodiaban el espectáculo, impidiéndole a los espectadores acercarse más allá de la frontera visual que había trazado el Gato Caifás, y de paso conteniendo los requiebros obscenos y los raptos de lascivia que escenificaban diariamente aquellos hombres del pueblo que parecían ser los más ecuánimes y apocados. Tanto era el paroxismo citadino, que unos pocos aceptaban entrar y sentarse envueltos en camisas de fuerza, mientras otros le tiraban fajos de billetes, leontinas, perlas de corbata, pitilleras de oro y títulos de propiedad, proponiéndole extrañas posturas y aberraciones con utensilios, acaso como si ella fuese una corista de arrabal o una pendulera de troca viscosa.

Una madrugada en que hubo que sacar a empujones a varios forasteros impertinentes y soeces, postergándose el espectáculo para la noche siguiente, las rameras vieron a la mujer arrinconarse y sentarse con estruendo, transida por un letargo que parecía volvería dócil a sus recuerdos. La oyeron afirmar que en la Isla había ríos que nadie conocía. La oyeron decir que se llama Eliza, y que desde muy niña había desquiciado a cientos de hombres. Confesó que muchos se habían ahorcado por ella o que se habían cortado las venas o que se habían castrado al saber que no volverían a verla. Habló de unos bucaneros que la habían salado durante tres días para degustarla con mayor apetito. Evocó a un general que para verla dormida la había envuelto en la bandera de la patria. Mencionó a un ciego que la había sodomizado al no encontrar su guarnición supina, y que sin enloquecer por ella, se había marchado en la oscuridad, como si anduviese prófugo de su propia sombra.

Fue la única vez que las prostitutas escucharon la voz de Eliza; ni siquiera volvieron a oírla proferir sus chillidos desgarrantes, o a contemplarla desaforada y frenética por desatarse de sus cadenas. Cada día más la veían enflaquecer y demacrarse, poseída de un abatimiento que le había encorvado el cuerpo y embalsamado la mirada en una rigidez sin emociones ni mansedumbre. Cuando el Gato Caifás comprobó la creciente apatía y la rápida decrepitud de Eliza, clausuró el espectáculo y le puso candados a la habitación. Promovió nuevamente las fascinaciones de su burdel, reactivó el éxtasis de su clientela contratando a unas siamesas lesbianas que vivían empedernidas por las negras de batey, y siempre envuelto en su bata cautivante, siguió puliendo la saga de sus pasiones con grandes saltos felinos al tejado pluvial de las pubertas.

A Eliza la dejaron morir allá arriba, vuelta un pellejo, encadenada y recluida, aferrada  a sus grandes zapatos ortopédicos, sin que nadie supiera nunca que ella misma se había retorcido y desfigurado los pies, para no despertar sospecha o espanto, tan sólo por ir de pueblo en pueblo en busca del hombre que amaba: ella, Eliza, la última ciguapa de la isla, en busca de un ciego, un tal Férguson.

miércoles, 4 de agosto de 2021

La CIGUAPA: ¿Cuál es su origen? (folklore y mitos Dominicanos)


 


341.000 suscriptores
SUSCRITO

Las leyendas dicen que en lo profundo de los bosques viven hermosas mujeres de cabello largo, que aparecen solo de noche para seducir a los hombres. Son capaces de engañar a todos, porque sus pies apuntan hacia atrás y, por lo tanto, son imposibles de atrapar. ¿Serán reales? Visita http://kiskeya.life para mas vídeos y artículos en Inglés y Español sobre Quisqueya! Y visita nuestra tienda en Amazon para ver los productos que usamos: http://www.amazon.com/shop/kiskeyalife ¡Duda, investiga y aprende! Patreon: https://www.patreon.com/kiskeyalife Instagram: http://instagram.com/kiskeya.life/ Facebook: http://facebook.com/kiskeyalife Twitter: http://twitter.com/kiskeyalife Amazon Store: http://www.amazon.com/shop/kiskeyalife

miércoles, 2 de octubre de 2019

La ciguapa, por Juan Bosch (esta es una transcripción de OBRAS COMPLETAS, 1989)



Guasiba: tu paso onduloso, tus piernas duras y cobrizas, tus manos oscuras, tus brazos llenos, tu pecho alzado, tus hombros rectos y sólidos, tu cuello recio; Guasiba: tu piel brillante y parda como la yagua seca, tu boca en relieve, tus dientes apretados, tu nariz curva y audaz, tus cejas negras y lisas, tu frente estrecha, tu pelo negro que robaba luz, tus ojos pequeños, bravos y precisos; Guasiba; el óvalo largo de tu cara, la curva violenta de tu barbilla, tus pómulos altos, tus orejas redondeadas como el guanicán: ¿sábes dónde están ahora, Guasiba? Se fue comiendo todo eso la tierra húmeda y voraz, la negra tierra que orilla el Guaiguí. Yo sé dónde, Guasiba: bajo una piedra grande. Mucho tiempo ha estado cantando a tu vera el río que desciende al sao, mucho, bello macorix. Durante todo él no se ha cansado la tierra de morderte. Tú debes haberlo visto desde Coaibai, macorix, Guasiba.


En los haitises y en los saos de tierra adentro sopla el mara; por Higüey, venido de Andamanay, el huracán. El huracán, antes de que las lomas se llamaran Macoríx, trajo otra gente: firmes los hombros, fieros en el mirar, audaces; la frente se les alargaba en una pluma de guaraguao.
Anaó, Anaó la callada, Anaó flor de montañas, fue despierta a la creación una mañana, orillas del Jaigua. El caribe, que la hizo suya tenía raras figuras pintas con bija sobre el pecho duro.
Fue después de haber salido nueve ces Nonun cuando el bohío de Anaó tuvo visita: de nariz curva y corta como el caribe, ojos negros y bravos como el caribe, pequeñito todo lo más posible, Guasiba llenó la barbacoa en el bohío de Anaó.


Guasiba: niñito tú, ya eras odiado. Te veían mal porque tu padre era de una raza conquistadora; porque tenías en los ojos un brillo imponente; porque Anaó, tu madre, la flor más preciada en todos los saos y en todos los haitises que bañan el Jaiguá, el Cuaba, el Jima, el Xenobí y el Bija, no quiso, después de tu nacimiento, llevar su carne en ofrenda al bohío de otro taíno. El padre Yuna, Guasiba, tan lento, tan majestuoso, tan hermoso, pasaba por Jaguá nada más que para sentir los ojos de tu madre Anaó retratados en sus aguas; las anas sentían envidia de ella, de su sonrisa lenta y brillante, de su olor sano y grato; la cama gallarda no tenía tanta realeza como el talle de Anaó tu madre, Guasiba. El caimoní que come sol y sangre, asomado al río, no era tan rojo como los labios de Anaó. ¿Comprendes ahora por qué te odiaban los taínos, Corazón de Piedra?
Aquí en Maguá no: vivo tú, te quisimos; muerto hoy, te recordamos con agrado.
En toda la llanura de Maguá no encontrarás a Mayuba, Guasiba.


Con una voz fina y alegre, tan alegre como el trino del yaúbabayael, cantaba sus areítos Anaó, la taína de Jaguá.
"En tierras de Maguá -decía su canto- vive la ciguapa bella y olorosa, la ciguapa de cabellos negros y brillantes, la ciguapa que camina de noche y tiene los pies al revés".
"De noche sale -seguía el areíto-. De noche, cuando los cocuyo iluminan el bosque. Es bajita y se cubre con sus cabellos. Vive en los árboles, en el jobo, en el guanábano bienoliente".
La voz fina y alegre de Ana se oía todo el día. Cantaba si buscaba digo, si guayaba la yuca para hacer el casabi, si buscaba cipey para alisar el piso del bohío. Siempre cantaba la taína Anaó.
Infinidad de veces se iluminó el Jubobaba; años tras años el yaúbabayael sintió envidia de Anaó; día tras día oyó Guasiba el areito de la ciguapa. Y ya fuerte, cuando iba por los bosques en caza de ciguas o el conuco para buscar el maisi y la yuca, o al río para traer el agua, Guasiba perdía horas ojeando los árboles tras el bulto de la ciguapa que de día dormía y de noche recorría los caminos.


Yocanitex, el viejo bouhiti, juraba haber visto una ciguapa por tierras arijunas.
¡Nada! —decía— tan blanco como su sonrisa, nada tan oloroso como su cuerpo, nada tan erguido como sus senos".
Y terminaba:
¡Yocarí Vagua Maorocoti, el bueno y el grande rey de los dioses, dará en premio una tierra nueva e inmensa al que le dé hijos de una ciguapa".
Guasiba, hombre ya, oía y callaba. Se veía camino de Maguá; soñaba de noche con la ciguapa. Ninguna mujer parecía bella a los ojos de Guasiba.
Por aquellos días, cuando Nonum lloraba sobre la tierra, noche a noche, con lágrimas que traspasaban el bosque y se posaban en la hoja seca, se iba a conversar con las cibas menudas de la playa o con la raíz más crecida del mamey. Tanto anduvo solo, tanto pensó, que pareció cambiado. Muchos amaneceres le encontró Guey, la bien cortada cara entre las manos, los codos en las rodillas, la mirada sobre las aguas fugitivas de Jaiguá.
Un día los pies de Guasiba empezaron a pisar otro polvo: hacia acá vino, hacia nuestra hermosa Maguá.


Macorix Guasiba: bien que se alegraron tus ojos y bien que se ablandó tu tristeza en estas tierras de Maguá.
Maguá es como una sabana grande hasta lo increíble, adornada con esbeltas canas y claros ríos, adonada con toda clase de árboles; Guey y Nonum se riegan por toda la tierra de Maguá sin tropezar lomas; crecen en ella el apazote y el digo para perfumar al viajero. Nuestra tierra te dio guayabas, anonas, pitahayas, yabrumas. ¡Y de más cosas que te hubiera dado Maguá, de más nos hubiéramos sentido contentos, Corazón de Piedra!
Tu piel era más oscura que la mía; a pesar de estar como dormidos tus ojos anunciaban más fuerza y decisión: los músculos de tus piernas eran duros como la madera del capax. Ahora lo recuerdo, Guasiba, ahora.
Anoche Nonum estaba limpia y sola en el turey. Anoche se reunieron los hombres y los niños en el batey y para que yo les contara tu historia, macorix. Guarina, la reina Guarina, con su collar de caona al cuello y la cabeza adornada con anas, vino también a oír tu historia. Ellos quieren que yo los lleve a Guaiguí, que levante la ciba grande que pesa sobre tu cuerpo. Tú debes haberlo oído desde Goaibai, en el país de Soraya.


Toda la tierra que nos dio Guaguyona conoce tu historia, de Higüey a Jaraguá, de Jubobaba a Bainoa, de Guaniba a Samaná.
En las noches oscuras, si llueve y los pequeños tienen miedo, la madre habla así al hijo:
"En Guaiguí está, bajo una gran piedra, el macorix Guasiba. Vino de tierras lejanas, a través de todo el Maguá, en busca de la olorosa y bella ciguapa".
Todo Maguá piensa en ti; todo Maguá te recuerda. Ya no hay río ni bosque que no haya oído de ti.
"La ciguapa camina de noche —cuenta la madre al hijo— y el macorix bello y tranquilo camina de noche tras ella".
Todo Maguá piensa en ti. Yo he puesto alas de guaraguao a tu historia, Guasiba.


Oídme ahora: yo cuento así:
Guasiba llegó enfermo, con mucho fuego en la piel y los ojos hinchados, al pie de Guaiguí. Guaiquí está allí cerca, hacia donde Guey duerme todos los días. Allá llegó él, encendido, antes de que los cocuyos alumbraran. Yo puedo señalar el lugar donde él durmió esa noche, pero no me atrevo a ir porque estoy viejo y cansado. Fue sí al tronco de una cuaba, el más hermoso de todos los que coronan el guagí. Del Guaiquí baja cantando el río de igual nombre. Allí, a orilla del río, durmió Guasiba. Un amacey echaba hojas sobre las aguas y perfumaba el aire. Guasiba olía el amacey y sentía sueño.
Dos días y dos noches así estuvo, porque el calor del sol no le dio contento, sino cansancio.
Ha pasado ya buen tiempo. El gran Yocarí Vagua Maocoroti me enseñó a hablar con los graciosos pájaros. Nadie aprendió antes de mí el lenguaje de las higuacas. Una higuaca fue la que me dijo la historia de macorix Guasiba, la historia de sus dos últimos días.
Oídla: ella contó así:
Los ojos negros de la ciguapa más bella y más arisca de maguá vieron, la segunda noche, la sombra del indio. Ella sabía tras qué andaba el macorix.
Estuvo largo y largo rato contemplándole. Después bajó del amacey, cariñosa y distinta. Al inclinarse sobre el cuerpo del enfermo un gigantesco cocuyo le iluminó el negro cabello. Apenas se alzó un punto de brillo en los ojos de Guasiba.
La ciguapa arisca estaba tierna y admiraba la barbilla atrevida y los músculos duros, más duros que el capax, del macorix. Pero de los labios encendidos de Guasiba sólo una palabra salía: Anaó.
Mucha agua del río había pasado frente a ellos cuando la ciguapa vivió la verdad: frío como la ciba en la noche, frío hasta dar miedo se hizo el cuerpo del enfermo. Se habían cerrado sus ojos y los labios tenían color de maisí tierno.
Todo esto vio la ciguapa; todo esto vio y lloró.
Los guaraguaos comen carne y quizá vinieran en busca de la de Guasiba. Su opía podía, además, quedar vagando por los caminos tras los vivos, para asustarles de noche.
Con sus propias manos, pequeñas, oscuras y ágiles, cavó la ciguapa el hoyo, a orilla del Guaiguí. Guey al levantarse en la mañana, encontró cambiada de sitio la ciba grande, la más grande cerca del arroyo.
Aquel día sintieron las mujeres de Maguá, todas las que viven a lo largo del Guaiguí, después que éste cambia su nombre por Camú, que las aguas con que llenaban los canarís eran saladas. La higuaca me contó que les dieron ese sabor las lágrimas de la más bella y arisca ciguapa que viviera en Maguá.


Macorix Guasiba: la tierra negra y voraz, la tierra húmeda y alta de Guaiguí se ha estado comiendo tu cuerpo recio, tus ojos tristes y bravos a la vez. Quizás Anaó tu madre te espere todavía en su bohío.
Yo digo tu historia en el batey, cuando Nonum alumbra.
Bello y silencioso, el amor te dio vida y muerte. Aun así como estoy, cansado y viejo, siento alegría y orgullo si te recuerdo. Estaba muy joven cuando atravesaste mi tierra, casi tan joven como tú. Pero guardo en la memoria tu cuerpo musculoso, tu paso elástico y tu pelo negro.
En el país de Soraya está Coaybay; descansa en él.
Aquí, donde moramos los hombres, tienes un canto eterno: el del río Guaiguí, que murmura tu nombre.

Tres leyendas. Juan Bosch

martes, 1 de octubre de 2019

La eracra de oro de Virginia de Peña de Bordas.




En esta tierra quisqueyana, rica en leyendas gloriosas, vivía en tiempos de Cristóbal Colón un indiecito de unos treces años, osado e inteligente, llamado Tamayo. Era hijo de uno de los nitaínos más valientes de La Española y había aprendido de su padre a usar el arco y las flechas con maestría sin igual. Pertenecía a la noble raza de los araucas, pacíficos pero valientes en sumo grado. Su constitución emotiva demostraba que como todos los hombres de su estirpe, era soñador y capaz de entregarse a la meditación. Así lo pregonaban el límpido fulgor de sus ojos y la dignidad y sosiego de su continente.
Un buen día, nuestro indiecito decidió solicitar el permiso de su padre para ir en excursión a las montañas del Baoruco, donde imaginaba que moraban aún las ciguapas de luengas cabelleras y las opias de sus mágicas leyendas. Las opias eran las almas de los muertos con vestidura mortal, que ellos temían.
El nitaíno, anciano de severo semblante y porte altivo, escuchó la petición de su hijo con un destello de comprensión en la mirada y sus labios se comprimieron con gesto apenado.
—¿Es posible, —preguntó en su sonoro idioma antillano —que te sea indiferente perder la vida? Has de saber que las selvas milenarias están cuajadas de peligros. ¿Acaso lo ignoras?
La expresión del chico era el anverso de una decepción. Por eso contestó con presteza:
—Por el contrario, padre, lo he oído comentar muchas veces, pero… ya sé que pronto, cuando cumpla los catorce años, me veré precisado a laborar en las plantaciones y en las minas: y como me resta tan poco tiempo de libertad, bien quisiera aprovecharlo.
—Comprendo… —musitó el padre y sus ojos se nublaron repentinamente, pues no esperaba semejante confesión de su tierno hijo. —Pero debo advertirte que la aventura que has soñado es harto peligrosa y otros más denodados que tú han perecido en la demanda. ¿Por qué no desistes? Te asaltarán criaturas extrañas como jamás te soñaste conocer…
—¡Bah! —Contestó despectivamente el chico— ¿Acaso te encontraste con ellas alguna vez en tus andanzas por los montes?
En la mirada del anciano relampagueó el recuerdo.
—Aún me parece verlas: pálidas, iracundas, con la cabellera al viento y los ojos desorbitados; ¡pero mis pies fueron bastante ligeros para esquivarlas! Sabía que me esperaba en su compañía una muerte segura entre los despeñaderos. Creen que todos los humanos somos hijos de Maboyá, que todos llevamos en el alma el germen de la ambición y el desenfreno… ¡Y quizás estén en lo cierto! No perdonan ni un pensamiento impuro. ¿Comprendes?
—¡Ah, más que nunca anhelo ahora subir al Baoruco! ¿Padre, me concedes tu permiso y me das tu bendición?
El nitaíno no albergaba ya pensamiento de liberación. Aquella había sido la existencia bendita de sus antepasados; pensó entristecido: la libertad! Y deseaba que su hijo la disfrutase: a despecho de las duras circunstancias de su vida. Por eso dijo blandamente:
Los indios no escatimamos la ocasión de hacer hombres valientes de nuestros varones. Está concedida tu petición.
—Gracias, padre —agradeció entusiasmado el adolescente—; me haces el más feliz de los mortales. Me prestas tu piragua y tu hacha de monte: Quizás es mucho pedir…
Vencido por su amor paternal, el nitaíno contestó:
—Ambas están a tu disposición, aunque mi hacha te servirá de poco. Hoy no es más que un símbolo! Trabajaba con esmero y tesón durante mucho tiempo, fue confeccionada para prepararnos el sustento y defendernos de nuestros enemigos ancestrales, los Caribes, tan fieros como valientes. Hoy es poco menos que inútil para defendernos de los guerreros de pecho de hierro que nos esclavizan. Por eso te ofrezco la piragua: puede servirte mejor… Ve, hijo mío, y que Luquo, el Ser Supremo, te proteja en el camino!
Y arrancando una aromática rama de curia, le tocó en el hombro bendiciéndole.
La floresta, henchida de trepidaciones y ruidos apagados, elevaba al cielo la alegría del trópico. El lago de Jaragua era una gema arcoirisada de vivísimos matices. La piragua, como una sombra chinesca, se deslizaba ante el sol. Todo era brillantez y luminosidad cegadoras. El rostro oliváceo del indiecito se tornaba cada vez más jocundo. No le arredraban las enormes tortugas, iguanas y caimanes que veía deslizarse sobre sus orillas, porque sabía cómo esquivarlos; ni los manatíes de rostros casi humanos, que jugaban al borde del agua diáfana. Recordaba con placer que su padre había llegado a domesticarlos y muchas veces le colocó sobre sus amplios lomos para divertirle. La canoa, de pulida caoba se deslizaba bajo los árboles de ramas caídas, que moteaban el agua de sombra y sol. Pájaros diversos de vistosos plumajes, saltaban audaces de rama en rama, llamándole la atención.
El ruido isócrono de los remos cesó de improviso. Percatóse con asombro de que su piragua se había inmovilizado, como si de repente hubiera echado raíces. Sería la mano de algún cemí que la retenía? Es que estaba vedado pasar por allí? Algo semejante debía suceder, pues al tocar los remos la superficie lisa y brillante del lago, arrancáronles chispas luminosas, como de una gema que hiriese el sol, pero no avanzaba en modo alguno. Estaba perplejo; no sabía qué partido debería tomar. Hizo un esfuerzo supremo por darle impulso a su piragua y los remos se quebraron, astillándose. La masa de sus aguas se había petrificado! Alrededor, la tierra era toda bermeja, ornada de árboles florecientes. Como sucede a menudo en el trópico, el crepúsculo caía rápidamente y el paisaje entero se envolvía en sombras de misterio. Bajo unas palmeras que se agrupaban en forma de templo, creyó ver ojos humanos que le atisbaban, eran criaturas pálidas, hurañas, cuyas cabelleras luengas y sedosas les cubrían enteramente como un manto real. No cabía duda: eran ciguapas! Sirenas o ninfas, según los indígenas: abortos de Luzbel, según los frailes hispanos. Tamayo conocía sus implacables y frías decisiones; por tanto debía proceder con cautela. En aquel paraje reinaba un silencio absoluto y se percibía la melodía del viento entre las hojas. La luna en el horizonte era un espectro pálido.
Ya estaba allí y era indigno de un Taíno volverse atrás, aunque sentía clavados en él sus ojos desafiadores. Sin pensarlo más, arrastró su piragua hasta la orilla y la ató cuidadosamente al tronco de una ceiba con un fuerte bejuco de jagüey, que colgaba de un árbol de la ribera. Acto seguido, se encaminó al grupo que le miraba con atención. Notó al acercarse que no eran como las imaginara, sino criaturas demasiado jóvenes y hermosas para causarle daño a ningún mortal. Por lo menos, eso le sugería su mente de niño inocente. Las interpeló, pues, sin sombra de temor.
Serían tan amables en decirme qué paraje es éste y por qué motivo se ha encallado mi piragua en el lago? Me ha sido imposible moverla…
—Forastero, preguntas muchas cosas a la vez —contestó la que parecía de más edad— y eres demasiado joven para aventurarte por estas soledades. Harías bien en volverte por donde has venido y tratar de olvidar todo lo que has visto…
El indiecito vivía la embriaguez de un sueño y refutó sin amilanarse; contemplando los ojos hipnotizantes:
—¡Ah! Es demasiado hermoso para olvidarlo! Y además soy hijo de nitaíno, y he aprendido desde la cuna a no temerles a hombres, ni a bestias…
—¡Ah! Eres valiente como testarudo! —amonestó la más joven, cuya voz alada tenía resonancias de cascabeles. ¿Cómo te llamas, chiquillo?
—Yo me llamo Tamayo… ¿y vosotras, cómo os llamáis?
—Somos la Indolencia, la Oscuridad y la Superstición.
—¡Que nombres más extraños! En fin, pensé que deseaba conoceros y que quizás me enseñaríais dónde se encuentra la felicidad en esta tierra nuestra.
Las ciguapas se miraron entre sí, lanzando al chino una mirada perversa.
—La felicidad existe en el bosque milenario de las ciguapas, donde todo es belleza y encantamiento —repuso la Indolencia con voz cansina—; y añadió: —Jamás se ha cortado un árbol ni se ha pescado en nuestros ríos… Las frutas más tentadoras caen maduras al suelo, sin que haya necesidad de tumbarlas. Hasta ahora nadie había llegado a nosotras por determinación propia. Si deseas conocer las maravillas de natura que encierra esta tierra de tus antepasados, permanece con nosotras una noche completa y conocerás los secretos de los Cemis: penetrarás en la Eracra Sagrada que guarda las cenizas de los Tres Behiques Sabios que enseñaron las artes de tu tierra natal. Allí existen tesoros incalculables, amuletos que llevaron al cuello los caciques ya desaparecidos. Y cuenta cierta conseja, que el valiente que logre ceñir a su garganta esos preciosos ornamentos, logrará vencer al opresor. Tan sólo debes probarnos que eres valientes a toda prueba… ¿No te tienta la aventura?
—Sí que me tienta… pero no sé a qué llamáis valor. ¿Enfrentarse acaso a las bestias feroces? No existen en esta tierra nuestra animales ni alimañas que ataquen al hombre…
—No, pero hay criaturas que nos ofenden hoy más que las bestias: hombres vestidos que hacen daño a los nuestros… Deben perecer todos!
—Cierto; pero no es de indios traicionar, y les llamo hermanos desde que aprendí a amar a su Dios. Ya veis que no os sirvo.
Los ojos de la ciguapa Oscuridad lanzaron chispas de furor, golpeándose maquinalmente las rodillas con dedos que remataban en afiladas puntas.
—¡Ah, ya comprendo! Masculló con sibilante acento—, serás traidor a los tuyos, como lo fue Guacanagarix, quien creyó encontrar amigos en los maguacochíos y abandonó a los de su propia raza… ¡Infeliz!
Ya el chico iba a dar la espalda malhumorado, cuando su interlocutora lanzó una especie de alarido y exclamó exasperada, revelando lo que bullía en su oscuro cerebro:
—Pues bien, ya no podrás marcharte, mal que te pese! Tus pies se adherirán a la tierra, como tu piragua al lago! Forzosamente pasarás esta noche entre nosotras y harás lo que se te ordene en todo momento. Estás completamente a nuestra merced, con que comienza a rezar por tu alma.
En el silencio que siguió a esta declaración tan inesperada, se adivinaba la sorpresa del muchacho, pero su altivo semblante apenas trasuntó una leve emoción.
—¡Pues tanto mejor! —dijo con aplomo al cabo de breves instantes—. La suerte está echada… Me consuela que no podéis quitarme más que la vida; he aprendido de los frailes hispanos que el alma es intocable e imperecedera, y en cambio, la materia es barro vil y deleznable.
La ciguapa Superstición lanzó una extraña carcajada, muy semejante a un bufido, y dijo con sorna:
—¡Vaya que eres valiente entre las mujeres! Al parecer solo los hispanos te intimidan… Mira, esta noche la luna tiene dos alas; es la luna roja de las ciguapas, embozada en nubes; propicia para las moradoras del bosque pero adversa para los mortales. Dentro de unos instantes, bajará hasta nosotros y nos servirá de carruaje.
—No tienes por qué intimidarte —bisbiseó la ciguapa más joven, llamada Indolencia— preocúpense o no los mortales, a cada cual le llega su fin, con que abandonarse a su sino sería lo más acertado…
Y volvió a bostezar como si el sueño la venciese.
—Pues yo estoy convencido —aseveró el indiecito con entereza— que sólo Dios puede acelerar nuestros días, con que ya veis que no podéis intimidarme. Es inconcebible, además, que los astros bajen hasta nosotros. Jamás oí decir semejante cosa! —añadió despectivo.
—Pues agárrate bien, si no quieres caerte de las nubes —ordenó la ciguapa mayor— porque aunque no lo creas, ya vamos emprendiendo el vuelo.
Tamayo sintió que se erizaba su cabellera, porque se elevaban vertiginosamente, agarrados unos a otros.
Aquí no se puede respirar —suspiró el indiecito— y además, hace un frío horrible.
—Olvídate de tu condición de humano y serás como si fueses divino —aconsejó la ciguapa Superstición con voz casi inaudible.
Tamayo comprobó que olvidándose de sí mismo, sentía un agradable bienestar, y aunque volar en compañía de aquellas hijas de Maboyá era por lo menos anonadante, experimentó la emoción incomparable de ser mago o Cemí, al trasladarse con tanta celeridad de un mundo a otro. Volaban por encima de la luna en fantástica procesión, y el chico contemplaba a su placer lo que otros hombres imaginaban apenas. Los perfiles de las albas montañas hacíanle sentir una admiración reverente. Todo parecía escarchado y en penumbra, de una belleza deslumbradora y tranquila.
Y allá abajo, cuánto ruido! Cuánta gente! Por eso dijo con llaneza infantil:
—Mucho me gustaría poder permanecer aquí: es más bello de lo que soñé!...
—Desdichadamente tornamos a la tierra. La luna se ha cansado de volar y tú has salido airoso de esta prueba. Por lo menos, eres valiente y sereno —comentó con menos aspereza la ciguapa Oscuridad.
Descendían, y el descenso era aún más vertiginoso que la ascensión. Cortábale el aire la cara y zumbábanle los oídos como si le abanicasen un huracán. De pronto sintióse sumergido en las aguas de un río y creyó que iba a perecer ahogado, pero recordó las mágicas palabras de la Superstición y olvidó una vez más su condición de ser humano. Seguro de hacerle frente a las más duras pruebas, comenzó a nadar sosegadamente, como lo había hecho mil veces en compañía de sus amigos, buscando escondrijo entre los juncales del río. Las aguas turbulentas se cerraron sobre su cabeza, pero continuaba rítmicamente, seguido de cerca de sus celosas guardianas. Las sombras que le rodeaban bajo las aguas no eran tan sólo las de las ciguapas; parecían las de caciques destronados, quizás largo tiempo desaparecidos. Marchaban uno tras otros, altivos y desafiantes, coronadas de plumas sus cabezas de largas cabelleras, negras como la endrina. Una sombre, la más erguida, se detuvo ante él, con el brazo extendido en ademán de reto. De su muñeca pendía el grillete, que le permitió reconocer a Caonabo, el más valiente de los Quisqueyanos.
—Si no eres de los nuestros, que quisimos morir por echar de nuestro suelo al usurpador, partirás con nosotros a la tierra de las sombras, preferible mil veces a vivir avergonzado ante los hombres de tu estirpe. ¿Di, qué eres?
El indiecito sintió un tumulto en su corazón al proferir:
—Soy indio y siento como indio, Matunheri. Mi rebeldía está aquí —confesó, oprimiéndose el pecho con orgullo—, pero tengo un padre anciano, quien ha padecido ya bastante y temo por él. Algún día, cuando él sea tan sólo espíritu, como lo sois vosotros, empuñaré las armas y haré la guerra contra los invasores a la manera de mis antepasados. ¡Así me escuche Luquo!
—¡Ah, creímos que eras cristiano! ¿Acaso es Luquo tu Dios!
—Para mí, como para mi padre, Luquo es Jesús, un Ser Omnipotente, todo clemencia y compasión. No importa cómo le llaméis, siempre vela por nosotros y perdona nuestros yerros.
—Está bien orientado, compañeros; concedió el cacique de la Cibuqueira. Es de los nuestros… Así podemos marchar en paz a la región del Coaibay. Que Luquo te conceda la mayor de las glorias humanas: luchar por tu patria! Y, hieráticos y solemnes, deslizánronse unos tras otros, cual si fueren arrastrados por el ímpetu de la corriente. Apesadumbrado, Tamayo reconoció en el grupo a Caribes, Macorixes y Ciguapos, de la raza que dejaba crecer sus cabellos como símbolo de su hidalguía. Mirándoles pasar, caían sus lágrimas ocultas como lluvia de fuego sobre su corazón.
Entonces las ciguapas, que habían permanecido tranquilas y observantes, le rodearon de nuevo, diciendo:
—Por segunda vez te ha salvado tu buena estrella… No tenemos reproche alguno que hacerte, y ahora vas a conocer la eracra de oro y los orígenes milagrosos de tu pueblo. En ninguna época ha pisado allí criatura viva, y el impío que pasa inadvertidamente por aquel sacro recinto, muere en el acto, como fulminado por el rayo.
Tamayo guardó silencio. La bondad inesperada de aquellas hijas de Belcebú le pareció un buen augurio. Por fortuna, había conservado puro su corazón y alimentado su alma con las enseñanzas milenarias de sus mayores. Su rostro volvió a tomar su expresión jocunda. Y emprendieron el camino, que alumbraban a trecho los cocuyos, como lámparas fosforescentes, formando cascadas de luz. No había allí claridad ni de noche ni de día; la planta del hombre jamás había hollado aquella tupida selva, ya que la espesura del bosque era tal, que apenas se filtraba la luz de la luna por entre el espeso ramaje, y sólo podían avanzar marchando de uno en uno. Como finos encajes, la guajaca colgaba con la brisa. La vegetación lujuriante, adornada de helechos arborescentes, cortinajes foliáceos y altísimas palmeras, era un espectáculo imponente en su grandeza milenaria. Veía por todas partes criaturas semejantes a las que le acompañaban, algunas con aquella expresión intimidante en sus rostros de belleza perturbadora. Había riachuelos y cascadas, en los cuales advirtió grupos que parecían solazarse en las aguas, como niñas traviesas y turbulentas. Para él, aquel inmenso bosque estaba inundado de sombras y misterio. Caminaron durante varias horas en silencio: las ciguapas delante, sin dar la espalda, siempre cautelosas y desconfiadas, sondeando sus ojos a cada instante, como si en nada les interesase lo que sucedía en derredor. Ya sólo faltaba el último picacho, que se le antojaba inaccesible, y avanzaba, con las ropas empapadas todavía, dando traspiés por aquella jungla enmarañada, pero tal era el dominio que ejercían sobre él aquellas mujeres tenebrosas, que con sólo clavarse sus ojos hipnotizantes, recobraba él de nuevo el equilibrio y proseguía sin desmayos la rápida ascensión.
De súbito vislumbró en lo alto un fulgor extraño, como de un sol que alumbrase a medianoche. Ya sentía el frío de la madrugada y un temor reverente invadía su ánimo. Vería de nuevo las opías de los caciques desaparecidos? ¿Podría platicar con el bravo Caonabo, frustrado redentor de los suyos?
El paisaje cambiaba. Cesaba la espesura y se convertía en un opulento prado, ornado de arbustos y florecillas olorosas. La luna brillaba intensamente y el cielo estaba cuajado de estrellas. En el fondo de la meseta, revelóse a sus ojos la masa deslumbradora de la eracra sagrada, como un escudo finamente labrado. Imposible hubiera sido avanzar un solo paso hacia aquel prodigio, si una de las ciguapas no le hubiese tomado de la mano para conducirle. Vacilaban sus pies y se adherían a la tierra, a pesar de su ávida curiosidad.
—¡Avanza! —ordenó imperiosamente la Oscuridad, apuntando hacia la eracra, con un fulgor inusitado en sus pupilas insomnes. —Ahora somos tus ángeles; quizás más tarde seamos tus jueces implacables!
Tamayo siguió la ruta indicada. Un soplo compensador de brisa, cargada de aromas, hizole suponer aquel recinto un paraíso. Flamencos de color rosado se alzaban soñolientos, huyendo amedrentados a su paso. Llegó al arqueado portal y los dorados goznes giraron suavemente, como si la mano invisible del genio de la noche se hubiese extendido para darle paso. Fortalecida el alma por lo que juzgaba un milagro, el joven penetró en el sacro reciento y sus ojos pareciéronle demasiado pequeños para admirar lo que se ocultaba a la vista de los profanos. Allí estaban colocados en nichos los Cemis adorados por sus antepasados, representados por caprichosas figuras de oro sólido y sobre pulidas bateas, negras y brillantes como ébano. Veíanse amontonadas joyas principales de aparador, en una barbacoa de roja ácana, estaba colada toda una vajilla del mismo precioso metal. Veíanse frutos exquisitos sobre los cuencos; y, blancos como obleas, de los que consumía la gente principal. Tamayo no había ingerido alimento alguno en muchas horas y el aroma apetitoso de aquellos frutos produciále un cosquilleo en el estómago; pero comprendiendo que estaban allí como ofrenda a los Cemis, se abstuvo de tocarlos. Contemplábalo todo absorto y maravillado, cuando sintió una terrible conmoción. El templo osciló como si amenazase un cataclismo y una voz tenue se dejó oír por entre las reverberaciones del suelo:
—Nosotros, los que estamos aquí sepultados durante siglos, trillamos la senda para que las generaciones del futuro aprendiesen a ensancharla, ennobleciéndola. Escucha lo que nuestros abuelos dijeron a nuestros padres: Estas islas son las cumbres de una tierra portentosa que la ira de Guabancex sepultó en el fondo de los mares… Nuestra raza desaparecerá y renacerá otra más fuerte. Está escrito en el firmamento… ¡pero seguiremos siendo cumbres!
Tamayo escuchaba con intensa atención, apretando a sus labios el puño cerrado compulsivamente. Agitaba su hermosa melena, negándose a comprender. En él equivalía a un apostolado, la felicidad de los suyos, y ante aquella declaración, un estremecimiento de rebeldía recorrió todo su cuerpo. Desorbitados sus ojos en alucinación, contemplaba el techo abovedado, esperando ver allí un nuevo prodigio. El monólogo se había demorado un breve instante para proseguir con más pujanza: la voz hasta entonces apagada adquiría la claridad de un clarín, estremeciendo de nuevo el templo, y algunos ídolos rodaron al suelo con estrépito.
Si pretendes alzarte hasta el Turey, atiende a la Divinidad, que es más potente que las nuestras; esfuérzate en aprender lo bueno que se enseñan los naguacoquíos; cultiva la tierra, que es la fuente de todas las riquezas; aprende su idioma y estudia sus libros, que contienen la sabiduría del universo. No basta morar en las cumbres! Es menester alzarse hasta Nonum por nuestros propios merecimientos.
Los ojos del indiecito ostentaban un brillo acerado y su rostro tenía una expresión confusa. No pudo menos que arrodillarse, y de sus labios brotó espontáneamente esta plegaria: ¡Ah, Señor de los Cielos, escúchame y atiéndeme! Estamos exentos de ambiciones bastardas; no queremos oros ni riquezas, ni civilización siquiera… Todo cuanto pedimos es la libertad! Vivir nuestra existencia pacífica de antaño, libre de sujeciones y tributos. Permite que pierda la vida! —Su voz henchida de fervor patriótico, pregonaba la rebeldía de su corazón.
Las ciguapas habían desaparecido y el joven respiró aliviado, admirando con curiosidad no exenta de veneración, los extraños ídolos caídos a sus pies. En su cerebro infantil, amalgamábanse perfectamente la realidad y la ficción; las verdades austeras del cristianismo con las poéticas leyendas de su patria. Reverberaba en su pecho el sentimiento inmortal que eleva el alma de los hombres, y se persignó a la usanza cristiana, emocionado. Pensaba que al fin le habían abandonado sus exigentes guardianas y que podía marcharse libremente, pero se equivocaba. Ya se alzaba, cuando irrumpieron en la eracra sus tres jueces fortuitas, pero esta vez eran más blandas sus maneras. La frescura y la virginidad de su alma, había desalmado a aquellas mujeres implacables.
—No venimos a torturarte de nuevo —rio guturalmente la ciguapa Superstición— no somos tan pérfidas como nos suponen… pero hablemos de ti… has triunfado en las tres pruebas decisivas y ya puedes marcharte en paz adonde los tuyos, pero antes debo concederte el premio que mereces por tu fervor y desinterés de patriota innato. En tu alma no anida el rencor contra los opresores, porque estás exento de soberbia. En cambio, no aceptas el triunfo de otra raza sobre la nuestra… Eres denodado y resuelto y Luquo sabrá premiarte como mereces. Para ti son estos preciosos ornamentos, que algún día ostentarás con orgullo. Llévatelos y que el Hada haga luminosa tu senda!
Tamayo escuchaba con un sentimiento indefinible de alivio y quedó como extático ante aquella asombrosa concesión. Solamente podría ostentar aquellos ornamentos como vencedor, y de aquel modo, con gusto ofrendaría su vida… Pero, merecía realmente tal gracia? Acaso no eran todos los indios desinteresados y amantes de la libertad? Quizás era esta una nueva celada, pensó con cierta duda todavía; pero las ciguapas recogieron aquellas riquezas, colocáronlas sobre una de las bateas y añadieron frutas y cazabe al ponerla en sus manos. Entre esquivo y emocionado, el indiecito no acertaba a dar las gracias debidamente.
—Ahora márchate a enfrentar la vida… Ya amanece y ningún mortal debe contemplarme a la luz del sol… Así habló la Oscuridad, mientras Tamayo, con lágrimas en los ojos, daba fácil salida a sus emociones. Las ciguapas desaparecieron en un remolino de aire, tendidas al viento las cabelleras e iluminadas sus frágiles siluetas por la luz imprecisa de la autora. Bandadas de aves revoloteaban mansamente en torno suyo, ensayando trinos armoniosos. Música más dulce no podía ser oía en parte alguna, pensó entusiasmado, porque la tristeza había huido de su corazón. El ambiente era fresco y convidaba al reposo. Sentóse bajo unos mameyes, no lejos de la eracra de oro, para disfrutar de un suculento refrigerio. Luego, sintiendo que el sueño le vencía, tendióse satisfecho, teniendo cuidado de poner a buen recaudo su tesoro.
Al despertar, ya era pleno día y el cielo estaba inundado de luz. Su primer pensamiento fue para la eracra sagrada, preguntándose cómo luciría a la luz brillante del sol. Recordó al mismo tiempo el regalo de las ciguapas, y advirtió la batea junto a sí, cargada con sus valiosos dones. Miró con delectación hacia el templo, pero este había desaparecido. Con los párpados entumecidos aún por el sueño, Tamayo trataba de analizar el prodigio. ¿Es que no estaba ya bajo los mameyes?
Miró hacia arriba, sintiéndose bastante desconcertado y advirtió que le cobijaba la ceiba, a cuyo tronco amarró su piragua. Allí estaba tal como la dejó, con los astillados remos echados a un lado. Y el lago de Jaragua resplandecía al sol como una gema viviente, moviéndose sus aguas al impulso de la brisa, sentía una certidumbre tan profunda de su aventura, que no podía desterrar el pensamiento de haber permanecido en las cercanías con premeditada intención. Por esa razón, le habían trasladado dormido de un sitio al otro, para que no pudiese tornar jamás a aquel refugio o paraíso vedado. Poniéndose lenta y calmosamente en pie, su rostro pareció transfigurarse, pues el extraño e increíble episodio, revestía el carácter de una divina premonición.



GLOSARIO
Nitaíno: Caciques secundarios.
Opías o Hupias: Almas de los difuntos. Estos espíritus tenían la los indígenas envoltura mortal.
Maboyá: El demonio en lengua taína o aruaca, creían que haciéndole ofrendas comestibles, como a los Cemis, lograban torces sus designios.
Caribes: Según varios autores, los caribes no eran antropófagos, siendo injustamente calumniados. Los cronistas d Indias le creyeron devoradores de hombres al encontrar en sus chozas huesos humanos, los cuales conservaban como reliquia de sus ascendientes.
Caoba: Dándoles hermoso pulimento a las maderas con la piel de un pez de mar llamado labisa.
Los antillanos llamábanse a sí mismos taínos, que significaba gente noble, de condición elevada
Eracra: Bohío algo mayor que los demás. Casi siempre casa del cacique o templo. Lo indica Oviedo como usada únicamente en la Española (Zayas y Alfonso).
Según Rafinesque, esta trinidad fue la misionera de la civilización antillana.
Behíque I introdujo el cultivo del campo y enseñó los métodos de fabricación del pan de casabe. Estableció el culto de los dioses y bosquejó su rudimentario magisterio por medio del romance
Behique II introdujo la medicina y los encantos: el suo del algodón y las yerbas sagradas.
El Behique III introdujo la música. Quizás el Areíto y el Bao.
Maguacochíos o maguacoquíos: vocablo que significaba hombres vestidos. Llamaban así a los hispanos
Matunheri equivale a Vuestra Alteza.
Cibuqueira El cacique Caonabo era un caribe principal y vino a esta isla como capitán aventurero, y por ser buena casta, casó con la princesa de Jaragua: Anacaona. Provenía de la Guayas (de Guadalupe, hoy antilla Francesa).
Coasbáy: El purgatorio
La ciguapa tenía los pies al revés y sólo caminaba de noche. Según la leyenda campesina, era menester perseguirla con un perro negro cinqueño para apresarla
Usaban el oro tan sólo como adorno de sus personas, pero tratándose de un cuento de ciguapas, nos permitimos fantasear un poco. Los ajuares caseros del taíno eran confeccionados en barro o en higüeros, artísticamente labrados cuando eran destinados al cacique o nitaíno (Señor principal).
En los templos indígenas, una vez terminada la ceremonia, el cacique o el behique (sacerdote agorero) repartía equitativamente estas ofrendas entre la concurrencia.
Guabances o Guatanicex era la diosa de los huracanes. Tenía dos hijos que mandaban las olas y los vientos.
Turey. El cielo en dialecto aruaca
Nonum: la luna. Hemos usado la voz caribe en vez de la Arauca “caraya” por parecernos más eufónica. Ambas se habían generalizado en Quisqueya.