jueves, 25 de agosto de 2022

Romance de la Bestia y de la Diosa por Joaquín R. Priego en el libro CULTURA TAÍNA

Escultura de Joaquín R. Priego


HISTORIA y MITO

La primavera del año 1494, se había manifestado en la región cibaeña cual erupción violenta de colores y perfumes, denunciadores de la rica cornucopia del reino vegetal.

La eclosionar vendimia era protesta altiva de la naturaleza y de la tierra más fértil del mundo, el Cibao, ante la osadía de los orijuanas al violar la virginidad de la selva taína, estableciendo en el corazón de Quisqueya puntos de avanzadas como el fuerte Santo Tomás de Jánico en los cerros de Xánique.

Sobre la torre de horcones del fuerte, oteaba por las tardes el capitán Alonso de Ojeda, el pequeño pelirrojo de gigante corazón, atisbando lo inminente; el arribo de las hordas nativas asomando airadas por encimas de las crestas de las serranías, y allá a lo lejos, en las llanuras de Maguana, el bohío autóctono sonaba bi-rítmico lanzando a los vientos el llamado a las armas.

La noche llegaba en el escenario de Maguana: el batey del inmenso yucataque fué invadido de gente, gestando con exclamaciones bélicas la contienda por la libertad. Cuatro grandes hogueras iluminaban la noche tétrica de las terribles invocaciones a los cemíes de la guerra, Taragobaol y Buyaibá. Sobre el camellón central del batey se yergue el Cacique Caonabo, rey de reyes de la isla de Quisqueya; y seguro de su sino, después del aquelarre, hace tronar su voz de arenga y su formidable clamor de venganza impone su carácter de cíclope sobre la voluntad de la reina Anacaona, su esposa, admirada por toda su raza, por su belleza, cultura y virtudes.

Su persuasión de mujer inteligente y pacifista no pudo ponerle valladar a los impulsos ancestrales de bestialidad caribe de su iracundo consorte. Y bajo protesta de la reina, opuesta a decidir los problemas con los españoles por medio de la guerra, subestimando la desigual contienda, se incorpora el colosal Cacique oriundo de Tureyquerí, y la bélica columna primitiva marcha, los taínos lugartenientes Uxmatex y Mayrení comparten la responsabilidad de la moviente marejada. Miles de cuerpos semidesnudos, unos con teas y otros con pesadas macanas de guayacán se internan en la urdimbre misteriosa de la selva, trazando en la distancia la fosforescencia de una serpiente que se arrastra y desenrosca entre los recios troncos de la virginal Cordillera Central.

Atrás quedó Maguana; su inmenso caserío sin hombres. La reina Anacaona, apesadumbrada en su caney, rodeada de su corte real, y también de celos... En la región cibaeña hay una esbelta princesa india, cuya hermosura ha tiempo tiene trizado el corazón del gran Cacique. Y no sabemos ahora dilucidar si la oposición de Anacaona a que su esposo marchara al norte era precisamente oponiéndose a la guerra o a la posibilidad de que la admiración de la princesa hacia su esposo llegara a un romance que pusiera en peligro su amor y su reino.

No, indudablemente que el gran guerrero no pensó en la princesa Onaney cuando desató sus marciales arengas y puso en marcha de bélicas orgías la abigarrada muchedumbre india. Indudablemente que no pensó en aquella beldad ciguaya, cuya figura esbelta y fina pudo ser digna de clásicos mármoles o de académicos moldes florentinos.

Es posible también que la reina Anacaona sintiera motivados celos, no obstante su personalidad augusta y afamada hermosura; puesto que ella misma había reconocido los extraordinarios encantos de Onaney. El Padre Las Casas citó en sus memorias que Anacaona decía de Onaney que era la flor mas radiante de todo el Norte de la isla.

Era ella nativa de Xamaná; ágil, altiva, ligera; imaginémosla peinada al estilo ciguayo, con cabellera estirada y cogida sobre la nuca con lazos de silvestres zarcillos, y la melena azabachina flotando al viento, corriendo sobre los mármoles xamanenses, con arco y flechas en sus manos, siluetada por el sol de las auroras como la divina aparición de la Diana Cazadora saltando sobre los mármoles de la Grecia.

Imaginémosla así; cazando papagayos para llenar de plumas policromadas su nagua de algodón tejido y su cabeza de lamido pelo.

Las huestes primitivas marchan, cantando areytos heroicos loando las hazañas de su Hombre de Oro. Historean sus triunfos de un año hacia, cuando asaltaron el fuerte La Navidad, arrasándolo a fuego y sangre. Al recordar aquellos triunfos, con intermitentes exclamaciones de alabanzas, encendíase de marciales arrebatos la cólera del ultraje a la raza aborigen.

Al caer el Sol al día siguiente, la columna humana se interpone al paso continuo del  caudaloso río Bao; en su rico venero sacian la sed y mitigan el cansancio. Cruzan el río para acercarse más al fortín donde el ejército hispano con armas de fuego acecha temeroso, ya que todo lo extraña, desde el Sol que calcina hasta la onomatopeya de la selva y la montaña.

El gran Caonabo ordena acampar a poca distancia del fortín que se recorta en la noche lunar; y corren a sumárseles las tropas desbandada de las derrotas infligidas a los caciques Maniatibel y Guatiguaná.

Altivos están todos para la carga por la madrugada, queriendo repetir el triunfo de La Navi pero se frustran en su estrategia, el fortín está aislado por ancho y profundo foso lleno de agua por un canal del río Jánico, quedando resguardaos los 400 soldados de España con abundancia de municiones de boca y de guerra para resistir largo aislamiento.

La voz anunciadora de la llegada del ejército de 10,000 indios con Caonabo a la cabeza, corrió como un eco sobre campiñas y montañas de la isla; y al saberlo Onaney, siente en su cuerpo el estremecimiento de las pasiones amorosas en crescendos, por la admiración que le produce el formidable gladiador selvático de su broncínea raza.

y despertando todas las morbideces de su carnal escultura, se atavía con la galanura que natura brinda, prendiendo una flor de pitajaya en el atado de su pelo, rivalizando su incendio con el fuego de su boca.

Más hermosa que nunca lucía Onaney, su belleza eclipsó los atractivos de reinas, tales como Serna, esposa de Cayacoa, de Ainaicua, consorte de Guacanagarí, y de Berna, la favorita de Guarionex, escogidas por sus reyes entre las inmensas tribus taínas por las exquisiteces de sus encantos.

Y así, con el regio atavío de princesa ciguaya, seguida de cuatro doncellas que en todo la asisten; sale el cortejo de vírgenes al encuentro del formidable Cacique vencedor de los ejércitos de hierro, a quien había rendido su admiración e íntimas pasiones, desde que le conoció un año hacía, cuando recorrió el Cibao vencedor de La Navidad.

¿La esperaba el Cacique? ¿La presentía o soñaba con ella? En vela estaba la noche en que el viento y el trueno rezongaban en la selva, amenazando el dios Huricán, en protesta de que la

sirena de la gran bahía de Xamaná, la princesa mimada de los ciguayos corría en pos del amor del formidable Cacique truculento y audaz venido de lejanos pueblos.

Y los cemíes en protesta violentaron la selva; los vientos enfurecidos se oponían a que la ninfa de la floresta dejara de ser virgen en las ansias del bestial Cacique iracundo, en quien los suyos veían \lb Hombre de Oro. así le llamaban a Caonabo.

Onaney huye, huye ahora espantada del desenfreno de los dioses, llega al fin al campamento de los indios, y en un bohío que tiene una lumbre penetra despavorida de un rayo que estalla próximo a ella, cayendo exánime en los fornidos brazos del rey de Maguana.

Y ratos después, en que la lumbre parecía extinguirse, Caonabo susurra:

—Onaney, Onaney, despierta—, el viento amaina, y el rayo y tu amor me purifican. Eres la divina majestad de Atabeira, santifícame con su pía misericordia. No quiero ser malo ya, no quiero la guerra ... —y rezonga luego—: pero mi raza y mi pueblo me confían su libertad.

Las manos de la ninfa pasan suaves sobre el pecho musculoso y los hombros nervudos de la fiera que se amansa. Y la virgen dice: Los dioses propician nuestro connubio, mi destino será sublimizar tu espíritu, serás pacifista y no guerrero, usarás las armas del amor y del bien, con ellas allanarás montañas y convertirás las espinas en flores.

Así será si la luz de sus ojos no me falte, y la oración de tu palabra no se ausente de mis oídos.

Treinta días duró el paraíso terreno de la jurada unión de la bestia y de la Virgen. Treinta días de tormento para la guarnición española del fuerte de Santo Tomás de Jánico, donde el capitán Ojeda veía extinguirse las vituallas, obligado entonces a tener que romper el circo que le habían tendido los amenazadores indios.

Treinta días habían sido suficiente tiempo para la humanización del indomable Cacique. Ya había resuelto hacer la guerra, pero la guerra pacifista por el camino del bien y la concordia. Y alzó el campamento, encaminó de nuevo la muchedumbre, ahora hacia La Isabela, a confraternizar con Guamiquina, o sea, a parlamentar con el Almirante Cristóbal Colón.

Ojeda se alarma y se impacienta, sabiendo que La Isabela es ciudad abierta, que sus hombres están sufriendo de paludismo, que el Almirante está en nuevos descubrimientos; consciente está de que no puede permitir que llegue a La Isabela esa marejada de hombres ofendidos, como consciente está también de que no podrá hacerle frente a tanta gente de secretas intenciones. No se atreve a sacar su ejército para atacar, vacila y resuelve jugarse la vida, acostumbrado a ello estaba, y sale a caballo seguido de nueve jinetes más, le da alcance a la columna humana, se presenta en son de paz, y entra en relaciones con el gran Cacique.

Lo vió manso, lo vió humilde, y no supo Ojeda definir si era perfidia o eran temores. Y ante tal incertidumbre concibe la infamia de traicionarlo; y entonces, a la hora nona del día nono del mes de mayo del año conocido. llegados a las orillas del rio Yaque, descansando en la fronda de la rivera la real litera de Onaney, cuajada de girasoles, atencionada en sus ajuares por sus tímidas doncellas; se perpetra la infamia y la traición malévola.

Al salir del baño, bajo la más franca camaradería, el capitán brinda unas esposas de bruñido metal al Cacique, y éste, virtuoso ya, incapaz de creer que era perfidia de fementida la amistad del vivaz orijuna, se las deja poner mansamente en los brazos ante la vista de los suyos y subido en el brioso corcel del capitán, salen volando los diez jinetes hacia La Isabela con el Cacique amarrado en la grupa del caballo delantero.

Todo fue consumado en un relampagueo, los indios quedaron en el desorden más absoluto, parecía que su dios Saboya se había impuesto sobre ellos.

La princesa se culpaba de toda la desgracia, y se encamina en la selva seguida de sus doncellas. Camina y camina hasta enloquecer; camina hacia su original destino; camina repitiendo con vehemencia: ¡Es mía la culpa! ¡Es mía la culpa! Después sabe que su consorte ha sido enviado lejos y se perdió en el mar; y resuelve cumplir el rito de su estirpe, el de seguir los pasos de su marido en el viaje final; como lo hizo Guanatabanequena,  enterrándose viva con su esposo el rey Bohechío en la más augusta prueba de amor puro y eterno.

Se internó en las cuevas y grutas de la bahía de Xamaná, donde nadie la volviera a ver, enclaustrada con sus doncellas, lejos del mundo, sus moradas fueron las cavernas de Caño Hondo, Boca del Infierno, los Haitises, la cueva del Templo, de donde salía a bañarse y a caminar por las playas en los atardeceres, añorando el regreso del Cacique, perdido en el fondo del Océano. Pero no volvió nunca, nunca; y para siempre quedó en el ambiente la plegaria de Onaney, pidiéndole al dios de las aguas devolverle su hombre y su rey.

Y para siempre quedaron las huellas en las arenas, huellas sin retorno, porque para esquivar la curiosidad de los blancos orijunas, solían volverse a sus escondites caminando de espaldas; y aquella romántica historia terminó en leyenda o episodio Legendario: decían que habitaban mujeres de largas cabelleras y de pies invertidos. Aun nuestros padres cuentan a sus hijos el misterio de aquellas mujeres que suelen ser vistas y que viven debajo de las aguas, las cuales llamamos ciguapas, siendo esta palabra corruptela de ciguayas, y cuando se acuerda el coloso mar de la tragedia que las hombres infligieron a sus ninfas ciguayas, se violenta y brama, retumba en las cuevas y grutas en un empeño insaciado por borrar las huellas invertidas de los pies de las ninfas ciguayas, y para siempre duermen en el fondo de la bahía guardadas por el mar con codicia avara, celoso de sus encantos, lejos de los hombres, mecidas por las ondas del mar en noches lunares, mimadas por el misterioso y dorado paraíso del mito.

Romance de la Bestia y de la Diosa por Joaquín R. Priego en el libro CULTURA TAÍNA 

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