martes, 2 de agosto de 2022

La mujer del Gato Caifás

Cuento de Pedro Peix, incluido en el libro «El fantasma de la calle El Conde», 1988

Pedro Peix (1952-2015)

Una noche, una mujer que arrastraba pesadamente los ruedos de su vestido negro, entró al burdel del Gato Caifás, preguntando por un tal Férguson. Le dijeron que entrara en lo que se averiguaba. La llevaron bien adentro, al sótano donde el Gato Caifás depilaba de un sólo zarpazo a las primerizas y a las recién llegadas. Para contemplar sus artificios, la puso a caminar sobre una estrecha línea de tiza, y al darse cuenta de que cojeaba, mandó a desnudarla. La mujer se desvistió sola, desprendiéndose con furia sus grandes zapatos ortopédicos. Su cabeza casi llegaba al techo, y su cuerpo gigantesco parecía torneado con relieves de flagrante belleza. Al verla, el Gato Caifás dio instrucciones para que la subieran entre flores y lisonjas a una amplia habitación. Pasó toda la noche acompañado del pianista del burdel, declamándole los versos del Rey Salomón, pero ella lo desdeñó, abofeteándolo con una mano inmensa que lo hizo rodar contra la pared.

Al día siguiente, el Gato Caifás se apareció con su invariable bata negra de terciopelo y su habitual boquilla de marfil humeante entre los labios. Guardando la distancia, le tendió un estuche abierto con un brazalete de diamantes sin nombre, que ella en el acto rechazó, tirándolo al piso con violencia. Despechado, le ordenó a sus guardaespaldas que la estupraran en su presencia. Entre todos la tendieron a empellones y la embistieron brusca y tenazmente. Ya bien entrada la noche se dieron por vencidos: «Jefe, esa mujer tiene un rompeolas entre las piernas». El Gato Caifás gruñó y avanzó hacia ella sin sacarse las manos de los bolsillos de la bata. Arqueando el lomo, la olfateó con precaución y luego, enhestando sus bigotes, runruneó varias veces balbuceando algunas frases eróticas en francés medieval: «No es fauna de mi manigua», dijo en voz alta y se fue, taconeando sus botines de charol, pensando en sus adentros que en las oscuras vetas del amor, la degradación y el desprecio son las cartas de triunfo para conquistar de por vida cualquier sentimiento. sin más preámbulo dispuso que enrejaran las ventanas, que le pusieran a la mujer un sedal de hierro al cuello y que la encadenaran a dos argollas empotradas a la pared. Luego desperdigó hojas secas por la habitación, y propaló la noticia por todo el pueblo de que en su burdel había una hembra de feria.

La expuso de pie y de frente al público, completamente desnuda, con los cabellos sueltos: sólo los lunes por la noche la exhibía de espalda par que los hombres le vieran sus caderas trepidantes, estremecidas por la ira y alzadas en la penumbra como cordilleras inabarcables. Precisamente los lunes por la noche la habitación se volvía sofocante ante el ir y venir de los clientes. Muchos exigían que la pusieran en subasta, otros llegaban con sus parientes para proponerle matrimonio y algunos habían abandonado a sus esposas y a sus hijos para mudarse en el burdel. Los alaridos feroces que lanzaba la mujer y los restallazos de cadenas con que sacudía las paredes de la habitación, más que asustarlos, enardecía a los espectadores, sentados ahora en varias poltronas que había acomodado el Gato Caifás a cinco metros de su rugiente desnudez.

Una vez a la semana, las prostitutas bañaban a la mujer arrojándole grandes baldes de agua al cuerpo y al rostro como si fuese realmente un animal de feria. Condolidas de su cautiverio, la convencieron para limarle las punzantes uñas y para peinarla rizándole los cabellos en ambias cascadas negras que le llegaban hasta la cintura, incluso la persuadieron para rasurarle la hermosura agreste de sus piernas y de sus muslos. Apiadadas, le cauterizaron las llagas del cuello y de las muñecas, y trepadas en butacas la perfumaron rociándole fragancias de tocador. Algunas, seducidas por las protuberancias y las frondas de su jugosa carnalidad, fingían consolarla para palparle con lentitud la pradera de sus senos. Eran ellas las que custodiaban el espectáculo, impidiéndole a los espectadores acercarse más allá de la frontera visual que había trazado el Gato Caifás, y de paso conteniendo los requiebros obscenos y los raptos de lascivia que escenificaban diariamente aquellos hombres del pueblo que parecían ser los más ecuánimes y apocados. Tanto era el paroxismo citadino, que unos pocos aceptaban entrar y sentarse envueltos en camisas de fuerza, mientras otros le tiraban fajos de billetes, leontinas, perlas de corbata, pitilleras de oro y títulos de propiedad, proponiéndole extrañas posturas y aberraciones con utensilios, acaso como si ella fuese una corista de arrabal o una pendulera de troca viscosa.

Una madrugada en que hubo que sacar a empujones a varios forasteros impertinentes y soeces, postergándose el espectáculo para la noche siguiente, las rameras vieron a la mujer arrinconarse y sentarse con estruendo, transida por un letargo que parecía volvería dócil a sus recuerdos. La oyeron afirmar que en la Isla había ríos que nadie conocía. La oyeron decir que se llama Eliza, y que desde muy niña había desquiciado a cientos de hombres. Confesó que muchos se habían ahorcado por ella o que se habían cortado las venas o que se habían castrado al saber que no volverían a verla. Habló de unos bucaneros que la habían salado durante tres días para degustarla con mayor apetito. Evocó a un general que para verla dormida la había envuelto en la bandera de la patria. Mencionó a un ciego que la había sodomizado al no encontrar su guarnición supina, y que sin enloquecer por ella, se había marchado en la oscuridad, como si anduviese prófugo de su propia sombra.

Fue la única vez que las prostitutas escucharon la voz de Eliza; ni siquiera volvieron a oírla proferir sus chillidos desgarrantes, o a contemplarla desaforada y frenética por desatarse de sus cadenas. Cada día más la veían enflaquecer y demacrarse, poseída de un abatimiento que le había encorvado el cuerpo y embalsamado la mirada en una rigidez sin emociones ni mansedumbre. Cuando el Gato Caifás comprobó la creciente apatía y la rápida decrepitud de Eliza, clausuró el espectáculo y le puso candados a la habitación. Promovió nuevamente las fascinaciones de su burdel, reactivó el éxtasis de su clientela contratando a unas siamesas lesbianas que vivían empedernidas por las negras de batey, y siempre envuelto en su bata cautivante, siguió puliendo la saga de sus pasiones con grandes saltos felinos al tejado pluvial de las pubertas.

A Eliza la dejaron morir allá arriba, vuelta un pellejo, encadenada y recluida, aferrada  a sus grandes zapatos ortopédicos, sin que nadie supiera nunca que ella misma se había retorcido y desfigurado los pies, para no despertar sospecha o espanto, tan sólo por ir de pueblo en pueblo en busca del hombre que amaba: ella, Eliza, la última ciguapa de la isla, en busca de un ciego, un tal Férguson.

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