domingo, 21 de septiembre de 2008

Ricardo Rivera Aybar

El Mito de la ciguapa
Tomado de la novela El reino de Mandinga, Premio Siboney 1985.

Y fue en la mañana y la tarde del día quinto cuando, decidido a pasar revista a todo lo creado, trepó escarpados cerros, vadeó caudalosos ríos, atravesó sierras impenetrables, aspiró la fragancia genital de la tierra desnuda y de los montes vírgenes de una región de aspavientos primigenios, donde el espectáculo de serpientes emplumadas, dinoaurios combatientes, procesión de moluscos trashumantes, hormigas supernumerarias y plantas fornicadoras fueron la fórmula perentoria y lacerante del apremio por la supervivencia, y he aquí que cohabitó Guaracocha con las hembras animales y vegetales consumidas de melancolía en las rutas de tentación de este universo temporal, pero como tales hembras no podrían darle descendencia, fue en la mañana del día sexto cuando se resolvió a decretar: "Hágase la hembra a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza, y señoree en las demás hembras de los cielos, las aguas y la tierra, y en suma sobre todo animal que se anda arrastrando sobre la faz de la tierra". Y Creó EL la mujer a su imagen, a imagen de Guaracocha, y como fue ella el engendro postrímero y cabal de una deidad marcada por un origen y un destino torcidos, torcido había de ser también algo de sí misma, por lo menos una parte del cuerpo de sí misma, de modo que quedó con los pies combados, y de tal forma resultó aquella hembra primogénita ser contrahecha, que aunque tuviera semejanza humana, poseyera rostro y miembros humanos, los pies de ella no eran rectos sino torcidos, por lo que cuando se movía no parecía que anduviera en derecho por tener los pies hacia atrás, y cuando andaba, siendo vista de frente, no parecía posible que se acercara, así como vista por detrás no parecía posible se alejase. Pasmado quedó EL de ver aquella criatura del absurdo, aquel ser inacabado de sus culpas, y sin embargo no paró mientes en avenirse con ella, intimarla, cortejarla y cohabitarla ininterrumpidamente hasta el día séptimo, en el que antes de retirarse a descansar llamó "Ciguapa" a su compañera, en cuya unión finalmente hubo de hincarla la tierra de varones y hembras de pies rectos y voluntades torcidas, que serían la simiente verdadera de la nueva raza de bronce llamada a poblar los reinos de su heredad.

Entonces tomó resolución Guaracocha, así quedó algo satisfecho de su obra, hacer su asiento en un gragmento de esta cosmografía quimérica que más tarde, millones de años más tarde, un poeta embriagado de nostalgia habría de colocar en el mismo trayecto del Sol y lo haría oriundo de la noche. De esta suerte llegó a occidente de hombres cándidos y simples que en el colmo de su ingenuidad, con el tiempo accederían a entregarle sus tierras, su oro, sus ganados y hasta sus mujeres al extranjero, a cambio de la insólita posesión del Sol y la Luna. Y así hubo de radicarse Guaracocha por los siglos de los siglos en este reducto atroz y blasfemo de diálogos con guacamayas y fornicaciones inverosímiles, deshaciendo y recomponiendo los capítulos inconclusos o defectuosos de su creación, que en definitiva reveló un orden desigual y un equilibrio singularmente disparatado, prueba de lo cual fue el caso de los infortunados perros, que por hallarse en un mundo tan reciente, en noches serenas y despejadas se pusieron a ladrarle a la luna, perturbando el sueño inviolable del amo de estos desparramados reinos, lo que motivó que un día, en un rapto de cólera, éste se resolviera a dejar a los individuos de esa noble casta sin voz condenándolos a deambular como seres extraños sin rumbo y sin destino por las inconsolables comarcas de la infamia, cual mudos testigos de los exabruptos de la entelequia y los actos de la profanidad a los que daría lugar la incontinencia del Ángel de las Tinieblas, quien auspició, como epílogo a su obra de apostasía, la degradación y la vida airada de sus súbditos, promoviendo la implantación de los lupanares del vicio, revelando ser ulteriormente un incomparable animador de la cumbiamba, la conga y el cumbé, así como sería en sus primeros tiempos el verdadero artífice de los carnavales pleistocénicos, donde se cuenta que entraba de incógnito, obsesaba a los hombres metiéndoseles en el cuerpo y bebía sin medida hasta los amaneceres sin resplandor de las macebías, ejerciendo su desmesurado carisma de amante infatigable, de macho prehistórico babeante de lava de averno, transpirando su hedor de azufre y agitando su rabo de perro alborozado sobre el resuello de un séquito de hembras estragadas por aquellas jornadas de amor inaudito que si no fuera porque las vivimos en carne propia no las creeríamos pues siempre oímos hablar de varones inconcebibles que hacían un amor de escarabajos de domingo a lunes, y no nos imaginamos que los había capaces de hacerlo también de domingo a domingo y lo decían en el mismísimo instante de su dulce agonía.

1 comentario:

Femin Susan dijo...

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