sábado, 30 de agosto de 2008

LA TRENZA MISTERIOSA


Todavía quedaban puñados de oscuridad cuando José se asomó a la puerta del bohío. Como cada día madrugaba. En el interior del rancho, Idalia, su mujer, afanaba con los carbones, la cuaba y el anafe. Tan pronto como lo prendió, le puso un "biombo" de lata para dirigir el humo recto hacia el centro del alba.

Las sombras escapaban lentas como pedacitos de papel oscuro retenido entre las piedras del río. Los rayos de luz se hicieron dueños del patio. Dejaron ver el techo de zinc y la casita de tablas de palma armoniosamente clavadas. Olía a hierba húmeda, a ilang-ilang y a café recién colado.

-Toma -dijo Idalia -pasándole el jarrito humeante.

-Yo quiero saber que bestia me está desbaratando la cerca -y al decir esto echó mano del jarro sin mirar a su mujer.

-Eso son lo´perro e Florentino. Ya sabes que se meten de noche. Susto me llevo yo cuando veo esos tizones de ojos relumbrando en medio de lo oscuro.

-Lo´perro no son. Lo´perro no puén sé -dijo José como para sí mismo.

Se tomó todo el café y caminó rumbo a la rancheta que estaba dentro del corral. Ahí reposaban su yegua y su vaca, las nobles bestias que le ayudaban a sostenerse. La voz de Idalia lo alcanzó:

-Te vo´a poné lo´vívere´, ¿oí´te? -y a seguida se internó en su cocina. Recogió el tarro de la sal que estaba tirado y pensó que el gato había vuelto a meterse por el hueco de la puerta.

El gallo subió a la cerca de un brinco y entonó de nuevo su canto sin error.  La hierba húmeda se pegaba en el ruedo de los pantalones y en las botas de José, quien ya había llegado a la rancheta.

Quedó paralizado: las cosas de su yegua Pichita y de su vaca Blanquita estaban trenzadas en criznejas perfectas que las unían fuertemente. El pelo de los animales relucía. Ni una hebra fuera de lugar. ¡Hasta las crines de Pichita estaban graciosamente trenzadas!

-¡Idaliaaaaaa! ¡Corre! -vociferó el hombre sin poder moverse.

-¡Idaaaaaliiiiiaaaa! -llamó de nuevo y no había terminado cuando la mujer apareció con el rostro desencajado, pensando lo peor.

Con los ojos desorbitados, empezó a mirar mecánicamente, ora al marido, ora a las bestias de colas trenzadas, sin saber qué hacer ni qué decir.

-¿Pero quién habrá hecho esto? ¿Quién? -se podía notar en su voz un coraje que salía de no saber quién, por burla o por maldas, había penetrado en su tierra, había tocado a su yegua ya su vaca y se habí
a ido como sombra en la noche, rompiéndole la cerca.

-Pero esa yegua no se deja tocá... -se atrevió a decir Idalia.

José sabía que Pichita pateaba a cualquier desconocido. Era tan arisca que por lo menos debió haber escuchado sus relinchos, sus coces... ¿Quién o quiénes podrían ser? ¡Tenía que averiguarlo!

Idalia se puso a deshacer las trenzas. Cuando terminó, José se llevó las bestias río abajo para dejar allá en el agua aquel misterio. En el camino había huellas de pies descalzos, grandes, pequeños... pero José no se dio cuenta.

Cavilando, cenó. Entruñado, planeaba lo que haría cuando descubriera a ese sinvergüenza...

Idalia, por su parte, no decía nada. Ella también estaba intrigada. ¡Qué bien hechas estaban esas trenzas!

José e Idalia se fueron a acostar, aparentandooo que no pensaban en nada.

A las tres de la madrugada, Idalia dormía profundamente. José se levantó sin hacer ruido. Se vistió y salió hacia el potrero. Pichita lo saludó con un suave bufido. Blanquita siguió rumiando. Allí, en un rincón oscuro, se puso José a espear que algo pasara, mirando de vez en cuando la insomne moneda de plata que alumbraba la noche tranquila.
Un ruidito lo sobresaltó. Los rayos de luna entraban azulados. El hombre hacía grandes esfuerzos por descubrir algo. De repente, una silueta lustrosa resplandeció en la oscuridad. Como si las strellas le estuvieran prestando sus destellos, una figura de mujer creció en la noche. José vio su cabellera larga, las piernas y brazos moviéndose en lo oscuro. Comenzó a acariciar a la yegua con una especial ternura. ¡José juraría que Pichita sonreía!

Súbito, la mujer elevó el rostro, como aspirando un perfume en el aire. La luna iluminó su perfil. Resuelta giró hacia un rincón del potrero. Allí, oculta entre serones, una criatura pequeña, con la misma crizneja, larga y cuidadosamente tejida, la miraba asustada. La grande la levanto y con ella abrazada, salió a internarse en la noche. La yegua y la vaca las despidieron con las miradas mansas y acostumbradas. José, maravillado, se quedó mucho rato inmóvil, perplejo, en tanto las ciguapas dejaban sus huellas de pies volteados sobre la tierra húmeda del patio y rompían otro trozo de la cerca.

Al amanecer, José no hizo ni dijo nada, cuando Idalia se alarmó porque en su cocina falta toda la sal en grano. Clavó de nuevo la cerca y mirando a las montañas, pensó que los sueños y la realidad terminan siendo la misma cosa.

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