martes, 3 de abril de 2018

Oro de ley o las ciguapas no se peinan, por Emelda Ramos

ORO DE LEY O LAS CIGUAPAS NO SE PEINAN

“…bajándose por entre las ramas,

una cierta forma de personas,

que no eran hombres ni mujeres,

ni tenían sexo de varón ni de hembra;

procuraron cogerlas, pero ellas se escurrían

como si fueran anguilas…”

Mitos de Creación Taína

Obra de Marcial Báez, San Cristóbal

El arroyo de Clavijo hace confluencia con el de Juana Núñez y el río Jayabo, creando en un minúsculo delta, un paraje soledoso, verdinegro, habitado con grandes piedras y árboles muy altos, en cuyos troncos se trepan manos poderosas, bejucos caros y otras enredaderas.

Mas, no sólo pedregones habitan el lugar y eso, desde Dios se sabe; por ello también los más viejos jamás osan despertar ni con sus pisadas las grimas del paraje.

La muchachada en cambio, hizo de él la Mesopotamia de sus sueños y aventuras, donde las lianas más fuertes hacen sus delicias, pues en ellas se cuelgan e impulsan de una orilla a la otra del riachuelo, desafiando el peligro de caer sobre uno de esos pedregones.

           La tropa de Boy Scouts, adoptó el sitio como escenario de sus recorridos y exploraciones, por lo accidentado del relieve tan rico en sorpresas como una jungla. Al margen de tan seria actividad, había un espacio hacia el que devenían siempre que les sobrevenía el anochecer y era éste el de su predilección.

—¡Ahora, a contar cuentos! —proponía alguien.

—¡Yo me sé uno! —aceptaba otro el reto.

—¡Qué no sea largo! —irrumpía un atrevido.

—¡Y que no sea inventado por ti! —nunca faltaba un crítico.

           Entonces cobraban vida los más insólitos seres: duendes, marimantas, hadas, comegentes, gnomos, goeizas, dragones, gigantes, juanbobos, animasenpenas, princesas y galipotes, en un génesis fantástico, que sólo se interrumpía a las voces de las madres.

—¡Chichoooooo! ¡A cenar!

—¡Monchito, no me hagas llamarte otra vez!

—¡Manuel, vengan ya!

—¡Cao! ¡Caooooo!

Y cada uno respondía al reclamo de la vida en sus estómagos y, tomaba la dirección hacia su hogar, que de repente era una verdadera senda de iniciados.

—Recuerda Monchito, ahí no se pisa: es la boca de la cueva del Serpentón.

—¡Cuidado!

—No mires Manuel: no mires esa mata de coco, tú sabes bien lo que es.

—Sí, ya lo sé. No es ninguna mata de coco.

—¡Claro que no! ¡Es una ciguapa!

—Sí, ese tronco pandíao te lo dice; siempre que veas una palma de coco así, regordeta, con tamaño casi como de gente, ya lo sabes: es una ciguapa que se transformó en mata para que no la vean a la luz del sol. ¡A mí no me engañan!

—A mí tampoco Chicho. Las ramas son los cabellos, el tronco se pega a la tierra pandiado, porque son dos pies juntos y al revés y los cocos, son las tetas. ¡Nos está mirando, corre!

—¡Aay!

—¡Caonex, cántale!

—“Ciguapa cigua palmera

Dime tu nombre, dime tu pena.

Si eres guapo, si guapo eres

Sigue mi rastro y lo sabrás”.

 

Ese Caonex, era el que disputaba con los demás Boy Scouts de su tropa, el derecho a tarzanear en el bejuco… y dicen ellos, que se fue solo, fuera del entrenamiento, para ganar pericia en sostenerse en el péndulo vegetal y así poder presumir de un nuevo récord, ante las muchachitas. Y no es cuento lo que dicen:

Una india lo observaba en su delirio trapecista, día tras día y, se prendó de él, pero cuando él lo contó ninguno le creyó: era otro de sus alardes. Muy tarde nos hicimos a la idea de que la apasionada india, aprovechó una tarde de total soledad y saltó del río —puente del tiempo— al bejuco.

            Pudo ser la sorpresa de verla aparecer en el mismo instante en que se impulsó, pero bien pudo ser que el doble peso echara abajo la liana.

Aquel día, si no cambió, al menos sí trastocó el tono de nuestras vidas. Pues lo cierto es que a Caonex lo encontraron yacente sobre las piedras, roto el cráneo y la espalda, los ojos clavados en el mayor de los asombros, en la boca, la roja huella de un beso de mujer y en las manos, en vez de un verde ripio del bejuco, una guedeja de cabello largo y negro a la cual se agarraba con todas sus fuerzas pre-morti. Aquellos cabellos no pertenecían a ninguna mujer lugareña o conocida.

¿De una ciguapa? ¿Era aquella la trenza de una ciguapa?

Fue la primera y más escalofriante de las preguntas —respuestas al enigma.

Las plañideras ayeaban asordinando el llanto de la madre de Caonex que gimiendo le acariciaba, le reconocía el rostro, el pecho, todo el torso, como si quisiera contactar si algo faltaba en ese cuerpo, hechura de su propio cuerpo y aliento de su alma y de pronto, lanzó un grito visceral, que cortó de un tajo todas las colectivas interrogantes.

En su doloroso recorrido por las extremidades, la madre había arrancado de las crispadas manos de su pobre Cao, la mata de cabello femenino, como para librarlo al fin de su maléfico poder, pero he aquí que, aquellos largos pelos eran lacios, gruesos, cortantes como crines y tenían…

—¿Qué es esto?... ¡Dios del Cielo?... ¿Qué es?

—¡Oh!

—¡Una peineta dorada!

Entonces, la memoria viviente del lugar, recuperó para sí el espacio y el tiempo.

            Muchos años antes, Pai Francisco, el abuelo de Chicho, bajó de la loma muy tarde de la noche. Y era aquella, la noche final de una epopéyica cogida de café, cuando en medio del monte la columbró.

            Era una ciguapa y él fascinado le silbó y le cantó:

—“Ciguapa, cigua palmera

dime tu nombre dime tu pena.

Si eres guapo, si guapo eres

sigue mi rastro y lo sabrás”.

Y por supuesto que la siguió… entre los espesores y los negros boquetes de la noche la persiguió, sin dejarse confundir por las huellas al revés, la rastreó, enredándose entre los bejucos, tropezándose contra bambúes, cortándose con las mayas y enronchándose con las pringamozas, la asedió.

Varias veces la tuvo al alcance de su mano, pero ella se trepaba en los árboles tan vertiginosamente como si tuviera alas y él le cantaba su nombre, al derecho y al revés:

—“Ciguapa, ciguapa

Apugic, apaugic”.

Ella reaparecía al oírlo, mas, corría de nuevo sin detenerse, como la noche hacia la madrugada, que ya estaba cerca y ella lo sabía. Así que, no corría, parecía volar a saltos y, cuando la alcanzó, ya sin aliento él y por eso dando tumbos por el suelo, fue por los cabellos que la tocó, asiéndole tan sólo el pelaje que le llegaba a los pies; pero en el acto, la cabellera se transformó en las largas y desmayadas ramas de una palma de coco que, inmóvil, muy graciosa, quedó con su tronco en tierra, patizambo. Y como es de suponer, esa súbita y estática presencia en el bosque, borró toda la razón, todo el acicate de la maratónica carrera de Pai Francisco, pero no así, la perenne sensación de aquel contacto.

Fue a partir de esa aventura que Pai Francisco se aciguapó: empezó a cargar del monte los tubérculos del bejuco indio, que es como una batata y los enterró aquí mismo, en la mesopotamia de los tres arroyos, que se fue volviendo jungla, pues también propagó el bejuco chino, el maravedí, el cundiamor, el muzú y el bejuco de burro: pero lo que más celaba era el bejuco indio, pues de él fabricaba un mabí de su jugo, que sabe más rico que cualquier cerveza y tejía sus cesterías: canastos, aguaderas, hamacas y tures, para el bohío que entre las marañas se construyó para pernoctar.

Es cierto, las ciguapas tienen los cabellos muy largos, hasta el suelo, pero ya lo dijo él, Pai Francisco, el único que los tocó: «Suaves, como barba de maíz son, como suaves estambres de una flor es que son; ah, y sólo su libertad los peina».

—Entonces, ¿qué razón de ser tendría aquel abalorio? —se preguntaban todos.

Llevada la extraña peinetilla a Mario Aguasvivas, conocido joyero y amigo de la familia, quien a su vez la mostró a los más expertos orífices de Santo Domingo, el dictamen no tardó:

            Está afiligranada en oro y es oro de ley, muy antiguo, quizás de muy antes de La Colonia.


 

FIN

Emelda Ramos

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