Allá en la Cumbre, el frío se pegaba como una segunda piel de aves, piedras, bestias y árboles.
Cuando las cúspides alcanzaron las nubes,
ella se precipitó en un torbellino de tierra y ramas.
Habría muerto, de no haber sido por la
larguísima cabellera enredada entre las raíces salientes de inmenso roble a
orillas de la carretera.
Sangraba tiñendo de rojo el paisaje, pero la
gente pasaba indiferente frente a la moribunda. Hacía tiempo que habían perdido
la capacidad de ver a las ciguapas.
El sol iluminaba con tierno afán luchando
contra el frío y la neblina, dejó ver a Cristina, una niña que iba a buscar la
leche para el desayuno. Sólo ella miró al otro lado de la autopista. Sólo ella
se fijó en el cuerpo inmóvil.
Cristina sintió una inmensa pena por la
ciguapa herida. La reconoció enseguida porque su mamá le había narrado las
historias que se cuentan en nuestros campos de sus pies al revés y su melena
larguísima. La socorrió.
No tuvo dificultad para cargarla, porque las
ciguapas casi no pesan.
Al observar a su hija con la pobre ciguapa
desmayada, la mamá de Cristina se alarmó:
-¡Cristina! ¿Qué pasó?
-Yo no sé, mamá. Estaba a orillas de la carretera. ¡Vamos a curarla!
De inmediato la acostaron en la cama de
Cristina. Le pusieron una almohada debajo de las rodillas para acomodar los
pies volteados. Tenía un tobillo roto.
Lo primero que hicieron fue lavarle las
heridas con agua hervida y jabón de cuaba. Entablillaron el tobillo y luego,
poco a poco, le desenredaron los cabellos.
Dormida era realmente hermosa. Cristina
estuvo a su lado todo el tiempo.
Un día, mientras la curaban, se despertó.
Se quejó con un “jupido”. Así es como se llaman los sonidos de las ciguapas.
-No tengas miedo. Somos tus amigas –dijo Cristina, tranquilizándola.
Desde aquel día, la ciguapa se mostraba
agradecida hablándoles de su gente y sus costumbres. Cuando las ciguapas se
iban a casar, salían en noches de luna a cantar su última velada de
independencia. Así fue como se perdió y se lastimó al caerse.
Cristina supo que el canto de las ciguapas
hace que los hombres y mujeres que lo escuchan en el silencio del monte queden
llenos de amor.
Los días pasaban y la ciguapa ya estaba
sana. Empezaron a dar cortos paseos por los alrededores.
Apoyándose en el hombro de la niña, la
ciguapa, vestida con un túnico de aliento de niño, daba cortos pasos como
polichinela. Las risas de las dos se oían en la cocina, donde la madre enfriaba
la leche desafiando el aire al pasar el chorro espumoso repetidas veces de un
jarro a otro.
Un día Cristina regresó de la escuela y
encontró la figura melancólica de la ciguapa, recortada a la luz del
crepúsculo.
-¿Qué te pasa? ¿Por qué tan triste?
-Es que ya estoy sana y me tengo que marchar...
-¡No te vayas! Te puedes quedar por siempre con nosotras.
-¡Imposible! Mis hermanos y hermanas me llaman sin cesar. Mi futuro esposo me
espera. Los escucho buscándome en las noches de luna. Siento el aroma de sus
cuerpos en la brisa. Debo regresar.
-Entonces – dijo ansiosa Cristina –, llévame contigo. No puedo pensar en
como será nuestra vida cuando te hayas ido.
El rostro de la ciguapa se iluminó.
Empezaron a brincar de alegría, mas de repente, como si un rayo de
entendimiento las hubiera atravesado, se sentaron, de nuevo mirando el suelo.
-No puedo dejar a mi mamá. Soy lo único que ella tiene. Me envía a la
escuela para que estudie y sea alguien. Yo sé que ella anhela que yo me gradúe.
La
ciguapa la miró comprensiva. La valiente niña a quien debía la vida, estaba
atada por el más poderoso lazo: el del amor de madre.
-¿Crees que a tu mamá le gustaría conocer el reino de las ciguapas?
Cristina sintió su corazón palpitar más
rápido. La ciguapa
exclamó:
-¿Sabes que viajo dando saltos? –a lo
que Cristina asintió y de inmediato fue rodeada por el abrazo de su amiga. La
ciguapa brincó tan alto que fue directo a la cima de la montaña. Allí dejó a
Cristina, aspirando el más dulce de los aires, mirando el más hermoso paisaje y
escuchando la canción del viento. Después, bajó de nuevo y sonrió al ver a la
madre de Cristina con una expresión en el rostro que demostraba la dicha y el
dolor mezclados, la realidad y la esperanza.
-¿Dónde la llevaste? – preguntó.
-A mi casa. Ahora quiero que vengas conmigo.
La abrazó con cuidado y de nuevo brincó
como sólo lo hacen las ciguapas. Juntas se perdieron en el mundo de la magia y
el misterio de nuestros montes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario