martes, 9 de septiembre de 2008

El terror de la ciguapa




(FRAGMENTO DE LOS CARPINTEROS, 1984)

Joaquín Balaguer

Poco después se dejó oír en las reuniones celebradas por los vecinos de distintas partes de Comendador del Rey, la voz de los viejos oráculos del lugar. La del anciano Matías Pantaleón, con más de 80 años sobre sus hombros, pero con el mismo tono firme de sus mejores tiempos.

-La circunstancia en que ha ocurrido la desaparición del niño de José y Esperanza induce a creer que esto es obra de la ciguapa.

-Pues yo me inclino a creer, refutó sentenciosamente otro de los ancianos de más viso en Comendador, Jesús María Espiritusanto, que los puercos cimarrones, todavía sueltos en sitios apartados de estas sierras, no son ajenos al suceso que nos ocupa. Yo recuerdo, por oírlo en los días de mi infancia, que esos animales salvajes bajaban de sus guaridas, acosados a veces por el hombre, y en una forma u otra se comían a las gallinas y no pocas veces a las criaturas recién nacidas.
-Este es un caso misterioso y no puede negarse la intervención de alguna fuerza oculta en todo cuanto aquí ha ocurrido, expresó otro de los mentores del lugar, el viejo Eduviges Mateo, pasándose su ancha mano derecha por la barba patriarcal.
La mayoría de los presentes coincidió con la opinión así expuesta, la cual respondía además al ánimo supersticioso de toda la población, como siempre inclinada a buscar soluciones a sus problemas en la brujería. La multitud se dispersó en silencio pero el pánico cundió con más fuerza en todos los vecinos cuando en días posteriores el caso del niño de José y de Esperanza se repitió en Bánica y otras poblaciones situadas a pocos pasos de Haití, como Cercadillo y El Limón.

Bajo ese estado general de pánico se hicieron reuniones presididas por las autoridades pedáneas para la adopción de las medidas aconsejables. En todas esas juntas de vecinos prevaleció, como en los casos que se habían presentado anteriormente para esclarecer situaciones similares, el criterio de los más viejos, cuya autoridad era reconocida y acatada por su larga experiencia no solo sobre las costumbres del medio en que vivían sino también sobre las de la parte del pueblo haitiano en que mayor influencia ejercía el arte de la magia.

-Por aquí anda suelto el demonio, rezongaba el viejo Belarminio Marte, con su cachimbo sujeto entre los dientes roñosos por el abuso del tabaco.

-Lo que está pasando no había ocurrido nunca en estos lugares y miren que yo tengo casi un siglo sin haber salido jamás de los alrededores de mi rancho, comentó una anciana coja llamada Micaela.

-A mí me contaban mis taitas que en sus tiempos sucedían cosas parecidas a las que aquí están pasando, agregó siña Tomasa, quizás la persona más acomodada de Comendador del Rey, dueña de muchas sabanas y de extensas fajas conuqueras.

-Lo cierto es que solo en toda la región que se extiende desde el paso de Tirolí hasta los cacaos se han llevado últimamente más de veinte niños de poca edad, la mayoría de ellos recién nacidos, dijo en tono admonitorio el alcalde, hombre bajetón, de copiosos bigotes negros, tocado con un sombrero de cana y el cuchillo ceñido a la cintura con una soga.

-Lo que se debía hacer es traer aquí gente que “sepa” para que averigüe esta pendejá, -subrayó escupiendo en el suelo y poniendo sus pies descalzos en el travesaño de una silla serrana, otro de los mentores del pueblo, el viejo Sinforoso de la Cruz, a quien se le tenía por hombre de mucho mundo y muy respetado por todos los residentes desde Cercadillo hasta las Sierras de Polo.

Circulaban de un lado a otro las versiones más extrañas acerca de lo que estaba creando el pánico entre los pobladores de la frontera sureña, desde Petit Trou y Alpagatar hasta Comendador del Rey. Se decía que en esas comarcas habían aparecido varios “loas” que se introducían en los bohíos de tejemaní y de cana, y se llevaban por los aires a las criaturas de pocos días de nacidas. Otros, más crédulos, corroboraban la especie del viejo Matías sobre el retorno a las fronteras de la ciguapa, enorme ave de rapiña que era ya el terror de la población indígena y de la gente sencilla de los viejos tiempos de la colonia. Se la describía como un animal de cuello largo y angosto de alas verdinegras de gran tamaño, con el pico corvo como el de la lechuza, con los ojos fosforescentes como dos hachos encendidos y con las plumas del buche cubiertas de mangas rojizas. Se la tenía como un ave de mal agüero, y su graznido, áspero como el toque de un “fututo”, anunciaba siempre catástrofe y traía mala suerte a los sitios que visitaba. Esta ave descomunal era para mucho la culpable de la desaparición de tantos niños.

Justo Encarnación decía aún que la había visto rondar el poblado durante la noche y que su presencia había coincidido muchas veces con la desaparición de recién nacidos o con la muerte, por mal parto, de muchas mujeres que gozaban de fama como buenas paridoras. La ciguapa entraba en la alta noche en las casas más apartadas sin hacer ruido. Tomaba a los niños entre sus garras y alzaba el vuelo llevando rápidamente a su presa. La criatura era después devorada y no quedaba ningún rastro de ella. Pero los más avisados afirmaban que los decires que circulaban eran solo cuentos, producto de la superstición y del miedo que se había apoderado de todas las poblaciones dispersas en la banda fronteriza. La ciguapa fue un cuento inventado por el terror de los indígenas a los caballos y a otros animales traídos por los colonizadores. Era un ave de tamaño muy pequeño, como una especie de cigua cimarrona, a la que siempre se le atribuía el don siniestro de anunciar catástrofes y desventuras. En una palabra, un ave de mala estampa, afirmaba Elías Nieto, maestro de escuela desde hacía mucho tiempo en El Llano y en Hondo Valle.

Después la imaginación popular agrandó descomunalmente el tamaño del ave y la convirtió en una especie de bruja que volaba durante la noche y causaba grandes estragos en las cobijas de los bohíos y en las plantaciones, agregaba el maestro con el acento convencido de hombre acostumbrado a pontificar entre gente sencilla y crédula.

Pero la situación de intranquilidad seguía en toda la frontera. Noche tras noche desaparecían niños en forma misteriosa, y no se conservaba ningún vestigio de los secuestros. Juntas compuestas por los vecinos de más ánimo se siguieron celebrando con el propósito de aclarar el enigma y de dar muerte sea a los cerdos cimarrones o a las aves descomunales o a cualquier otro animal de la misma extracción que estuviera sembrando el terror y privando a tantas madres de sus hijos. Todo fue en vano. Nadie tropezó nunca con ningún puerco salvaje ni con el rastro de la ciguapa.

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